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sábado, febrero 17, 2024
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Joaquín Murrieta Orozco

Ilustre ranchero norteño, oriundo del desierto de Nuevo Pitic (Hermosillo Sonora). Inquieto, valiente y afortunado en el amor, a la larga sería una leyenda que recuerda a “Robín Hood” y posteriormente a la leyenda del Zorro. Un hombre cabal que luchó con su vida contra abusos, atropellos, crímenes, infamias e injusticias de los salvajes colonizadores europeos, quienes, apoyados con esa mentalidad vikinga de arrasar como zopilotes con lo que encuentren, con ambición desmedida, con fuerzas militares y superioridad numérica, aniquilaron cualquier vestigio de vida de la población nativa.

Junto a su hermano Carlos Murrieta, buscaron fortuna en la fiebre del oro en la franja de San Francisco California, cuando esas tierras eran mexicanas. En 1840, cuando en sus miras, planes y observando el desorden generado por la independencia mexicana, afilan colmillos del colonial imperio norteamericano con sus 12 feudales y esclavistas, para despojar por la fuerza, contra la ley y la razón, dos millones de kilómetros cuadrados a México.


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Si la historia objetivamente reivindica sus motivos de lucha, Murrieta debería ser un héroe; y lo que enfrentó en las búsquedas donde miles de gambusinos de todas partes del mundo buscaban el oro. En esa época no había ley, Estado, justicia, orden, sino la ley de la selva. Predominaba la fuerza de las armas más modernas para esa época, los asesinos que despojaron a las minorías, entre ellas principalmente la mexicana y china; inventando robos, delitos, atropellando cualquier idea de derecho y arraigo de familias, ya que tenían generaciones de vivir en esa zona.  Los nativos residentes fueran pueblos originarios mexicanos, los asiáticos eran ahorcados o linchados, acusándolos falsamente de robar ganado o abigeato.

Esto permitía -y lo permite con las invasiones en nuestros días- a muchos grupos de hordas criminales, en plan de rapiña, quedarse con tierras propiedad de mexicanos, chinos, chilenos, etc. Geografía rica en agricultura, agua, animales y vetas de oro en sus ríos y tierras. Sobra decir que la discriminación, el racismo y el origen extranjero dieron rienda suelta a estos despojos por parte de los famosos 49 colonizadores (fatal antecedente del equipo de fútbol americano) en memoria de los bárbaros del norte. Los genocidas invasores y criminales fueron los sajones, pues se hizo el mismo genocidio con 30 etnias de pueblos originarios, a quienes despojaron mediante sangre y fuego de sus tierras y pertenencias. Navajos, Cherokees, Comanches, etc. Sembrando la violencia y obligándolos a hacer lo mismo en sus incursiones de saqueo en el norte de México, especialmente Chihuahua y Sonora.

Sucedió en el pueblo de Hangtown (el pueblo de los colgados), murió con un frío cálculo indescriptible más allá de la infamia, como muchos propietarios legales, por despojarlos de sus tierras y propiedades. Irremediablemente eso marcó a Joaquín el resto de su vida. Por si eso no fuera poco, Joaquín se enamoró perdidamente de una bella dama del puerto de Guaymas; se toparon sus miradas al regreso de un viaje durante las oraciones de la iglesia, cuando Joaquín, de creencias cristianas, agradecía en el templo su regreso, y al rápido romance siguió casarse y hacer una vida de esfuerzo y felicidad familiar.


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Sus planes eran trabajar sus ranchos en Hermosillo, pero, recibió una sorpresiva carta de su hermano, después de buscarlo sin resultados en un primer viaje a San Francisco. Carlos lo necesitaba para trabajar una tierra y la pareja viajo a San Francisco. Nunca imaginaron el destino que les tenía deparado esa excursión. Ella, inteligente, bellísima de buenas familias lo seguía al fin del mundo. Lo que es admirable es su resistencia, el coraje, valentía e inteligencia de Joaquín; resistir el crimen a su hermano y esposa.

En ese contexto de grupos asesinos tienden sus telarañas a Carlos Murrieta de ser un roba vacas; le montaron una trampa y fue acusado en una situación de cantina, junto a un testigo que le haría recuperar sus tierras, ya que le habían sido adjudicadas de manera legal. La mecánica yanqui fue tortura y colgarlo. Pese a su intervención y alegatos de inocencia de Joaquín, sin mayor investigación de la inocencia del inculpado, fue por esa costumbre de horror ejecutado de un frondoso árbol, donde permanecían semanas como un tétrico escarmiento a los delincuentes de verdad. Ahí nace una leyenda digna de una historia. 

C. Héctor Ramón González Cuéllar es académico del Instituto Tecnológico de Tijuana.

Correo electrónico: profe.hector.itt@gmail.com

Autor(a)

Héctor Ramón González Cuéllar
Héctor Ramón González Cuéllar
Héctor Ortiz Ramírez Héctor Ortiz Ramírez Hector O 37 cygnus9304@hotmail.com
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