En octubre de 2019, cuando elementos de la entonces Policía Federal y de las Fuerzas Armadas, sin un solo disparo, aprehendieron a Ovidio Guzmán en Culiacán, Sinaloa, los otros hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera y las huestes de Ismael “El Mayo” Zambada García tomaron con violencia la Capital sinaloense.
Comandos criminales con armas largas incluso amedrentaron instalaciones militares y causaron terror entre la población con toma de calles, quema de vehículos y la amenaza de asesinar inocentes. El camino de la violencia que en ese momento tomó el Cártel de Sinaloa, logró doblar al Presidente de la República.
Efectivamente, minutos después de haber sido detenido Ovidio Guzmán, Andrés Manuel López Obrador, quien no cumplía ni un año al frente del Poder Ejecutivo, ordenó la liberación del junior del narco para evitar “ríos de sangre” y muerte.
El hecho marcó al entonces incipiente gobierno lopezobradorista. En México, además, la Fiscalía General de la República no tenía (ni tiene) orden de aprehensión contra el capo sinaloense. La única en existencia tanto en 2019 como en 2023, es la emitida con fines de extradición, a petición de la Fiscalía de Estados Unidos, en una carpeta contra el junior abierta en julio de 2017, en la cual se le acusa de conspiración para importar y distribuir en la Unión Americana, cocaína, metanfetamina y marihuana.
Tres años después, las Fuerzas Armadas lo volvieron a hacer… y también el Cártel de Sinaloa.
La mañana del jueves 5 de enero, en un operativo de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) que no incluyó a corporaciones locales -como fue anunciado- y sin una orden de aprehensión del sistema de procuración mexicana, detuvieron a Ovidio Guzmán en Culiacán, Sinaloa. El hecho que el narcojunior se encontrara en el mismo lugar en que fue aprehendido en 2019, refleja el nivel de impunidad que creía poseer. No había necesidad de huir si ya una vez había sido liberado.
La lección que dejó 2019 para el Cártel de Sinaloa es la violencia como mecanismo de presión. Si se muestra el poderío criminal, se causa terror entre la población y será más vigente la política federal de “abrazos, no balazos” para lograr el cometido de actuar con impunidad.
La violencia con la que el jueves 5 de enero de 2023, el Cártel de Sinaloa logró que se cerraran aeropuertos, Congreso del Estado, actividades deportivas, comerciales, de gobierno, recreativas, cívicas, y que se hiciese un llamado a la población sinaloense para resguardarse en sus casas y no salir, tiene su origen en aquella orden presidencial de 2019 para liberar al hijo de “El Chapo”. Si ya lo lograron una vez, por qué no intentarlo una segunda ocasión.
Fue impresionante el despliegue criminal del Cártel de Sinaloa en varios municipios, particularmente en Culiacán. Convoyes de hombres enfundados en armas largas por todos lados, quemando vehículos, cerrando carreteras, armando balaceras. Un avión comercial alcanzado por las balas, el intento de rescate en el trayecto, la muerte de un policía y heridas en otros más.
Pero entre lo que más destacó, la ausencia del Ejército o Guardia Nacional en las horas posteriores a la captura. Culiacán, Mazatlán, Los Mochis, entre otras demarcaciones, fueron dejadas en manos de la delincuencia organizada del Cártel de Sinaloa. La autoridad local poco o nada pudo hacer al estar profundamente infiltrada por el narcotráfico. La realidad es que es la misma estructura criminal controla las fuerzas del orden público.
No es la primera vez que las fuerzas federales huyen de un ataque criminal, de hecho, el Presidente de la República los ha conminado a hacerlo, a no afectar a los delincuentes porque también son personas, o a mantener vigente la política de “abrazos, no balazos”, particularmente cuando son superados en número de personas y armamentos, como el caso de Culiacán el jueves 5 de enero.
Calles vacías, negocios cerrados, actividades paralizadas, aeropuertos cerrados. La instrucción del Gobierno de Sinaloa para la pausa en todos los sectores, está basada, evidentemente, en la premisa de que impera el terror del narcotráfico ante el Estado de Derecho, vilipendiado además por la ausencia de una actuación de las fuerzas federales y armadas para aprehender a los narcoterroristas y salvaguardar a la población, poniendo orden.
El camino de la violencia, según demuestra el Cártel de Sinaloa, es el que la criminalidad organizada habrá de seguir para controlar estados y municipios, especialmente al amparo de una Guardia Nacional pasiva cuando se trata de proteger a la población.
Después de tres años de la primera y frustrada detención de Ovidio Guzmán, sorprende que ni las Fuerzas Armadas, ni la Guardia Nacional, ni la FGR, ni la Secretaría de Seguridad, hayan tomado aquel hecho de terror como base para planear estratégicamente el segundo operativo, con medidas de contención de la criminalidad organizada a la que ya enfrentaron en el pasado.
En estas condiciones, o la violencia que azota a Culiacán, que afecta severamente la vida social, política y económica de la entidad con extensión a otros estados, es producto de un ineficiente operativo que no se basó en el aprendizaje de 2019; o efectivamente fue una medida improvisada, violentamente exitosa, para aprehender a un capo que la justicia mexicana no persigue, pero Estados Unidos sí.