Un fusilamiento en Michoacán perpetrado el domingo 27 de febrero, con alrededor de 17 víctimas, grave, brutal, sangriento, que sin razón válida es minimizado. Un hecho que para el Presidente de México parece no existir, porque no encuentran los cuerpos. El mensaje para los asesinos parece ser que cuando maten, se lleven los cadáveres y no pasa nada.
Luego, en medio de la controversia, la petición del jefe de Estado a los miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación para que cambien el nombre de su grupo delictivo, para no afectar a aquella entidad federativa, mientras decide no enviar mensaje a los de Juárez, los de Guerrero o los de Sinaloa, quienes por cierto, controlan criminalmente más estados.
No conformes con la serie de peroratas desafortunadas de la semana, el subsecretario de Seguridad, Ricardo Mejía Bermeja, decidió ponerle la cereza al pastel con intención de reducir la importancia de la matanza y decir que en Michoacán no los fusilaron.
“…no se puede apreciar que haya habido una sola línea, es decir, esa tesis del supuesto fusilamiento, sino que, al estar los sicarios, al haber fuego comenzaron a disparar, pero no hubo una acción sincronizada para cometer este ilícito”, refirió.
Entonces, si no fue fusilamiento, palabra que tanto le desagrada al Gobierno Federal, la que definitivamente se puede usar es masacre, esa que aplica a la “matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida”.
Gente sin defensa posible, como estuvieron los vecinos y familiares que acudieron a funeral en Michoacán el domingo pasado, quienes quedaron atrapadas en medio de un pleito de sangre que data de 2018, entre Alejandro García “El Pelón” y Abel Alcantar “El Viejón”, identificados por la autoridad como delincuentes, pero de quienes no han mencionado que tuvieran orden de aprehensión.
Ciudadanos desprotegidos, como el pueblo de San José de Gracia en Michoacán, donde a pesar de que los residentes denunciaron en tiempo real, la llegada de los criminales armados en camionetas, las muertes, las balaceras, los secuestros y los levantones, los homicidas lograron huir tranquilamente, e incluso tuvieron tiempo de limpiar y lavar las escenas del crimen.
Por lo cual, lo de Michoacán es otra de esas matanzas que, según Andrés Manuel López Obrador, no existen, como se ha esforzado en repetir desde julio de 2021, al asegurar que “ya no hay masacres”, sino “enfrentamientos entre bandas”.
Así, fue como el titular del Poder Ejecutivo decidió invadir las facultades del Poder Judicial y convertirse en ministerio público y juez, y sin elementos de prueba, sin órdenes de aprehensión de por medio, sin carpetas judiciales en contra, ha optado por asegurar que todas las personas que mueren en balaceras son delincuentes.
Difundir la idea que todos esos muertos no son honestos y por esa razón no los puede considerar indefensos, como si el mandatario asumiera que por no ser inocentes -de acuerdo con su opinión-, son menos importantes y se buscaron la muerte, en un país donde ni siquiera la autoridad tiene derecho a quitarles la vida.
¿Y cuál es la razón de este parloteo tosco? Restarle responsabilidad al Gobierno Federal de los “abrazos, no balazos”, que en tres años ha sido incapaz de combatir, investigar, judicializar, capturar, sentenciar y quitarles a los cabecillas del narcotráfico en México, las enormes riquezas que han amasado con droga y muerte.
Como parte de ese contexto, surgió la puntada presidencial del “…por cierto, deberían de quitarle el nombre porque afectan a Jalisco”, en referencia a integrantes del Cártel Jalisco Nueva Generación. Como acostumbra en temas de seguridad, AMLO desplazó responsabilidad y lo pidió como si fuera algo fuera de su ámbito y facultad, en lugar de implementar y dictar desde su poderoso cargo, un discurso al respecto.
Tampoco se trata de descubrir el hilo negro, en los años 80, en Baja California, Jesús Blancornelas, codirector fundador de ZETA, rechazó la idea del cártel al que pretendieron nombrar de Tijuana. Y con el carácter que no ha mostrado el Presidente López Obrador, quien se niega a mencionar por nombre y apellido a criminales y delincuentes, el periodista se refirió a la mafia local con el nombre de los cabecillas que ordenaban las muertes, el tráfico y se enriquecían con el crimen: Cártel Arellano.
Entonces, los gobiernos podrían empezar por concretar las investigaciones, emitir órdenes de captura y llamar a las mafias por sus nombres reales: el Cártel del Ismael “El Mayo” Zambada, el Cártel de Nemesio Osegueda Cervantes “El Mencho”, o el Cártel de los hermanos Guzmán López.
Lo mismo en las distintas regiones del país, por poner ejemplos: en Baja California están Los Arzate y Los Uriarte; en Tamaulipas, las mafias de Juan Gerardo Treviño Chávez, Evaristo Cruz Sánchez y Humberto Alejandro Uribe Mendoza; en Morelos, Irving Eduardo Solano y Raymundo Isidro Castro; y en Guerrero los hermanos Johnny y José Alfredo Hurtado Olascoaga.
Mencionarlos como criminales buscados y pedir el apoyo de la comunidad para detenerlos, no es promocionarlos. Se trata primero de reconocer el problema, en lugar de tratar de evadir responsabilidad con discursos ramplones. Nadie está pidiendo al Presidente que mate a los criminales a balazos, pero tampoco se vale que traficantes, envenenadores y asesinos sean “combatidos” con abrazos.
Si 8 de cada 10 delitos están relacionados con drogas, como han mencionado, sería de gran ayuda que el Gobierno Federal cumpliera con la responsabilidad constitucional de combatir y detener a la delincuencia organizada y el narcotráfico en los estados.