Pablo Larraín es un director tan superior que es capaz de hacernos sentir empatía por los agresores y antipatía por la víctima. Al menos hasta que la película se acerca a su fin y la “x” se despeja en este thriller que se construye hasta ser justo lo que se propuso: una joya del cine chileno contemporáneo.
Así nos adentramos en el mundo de cuatro sacerdotes que viven su retiro forzoso en una vieja casa en un pueblo costero, tan triste como sus cielos siempre nublados. Mónica (Antonia Zegers) es aparentemente una religiosa que los cuida. Aparentemente…
Con sus rutinas sin mayores pretensiones, monótonas, visibles, los curas pasan sus últimos años lejos del mundanal ruido, hasta que llega Sandokan (Roberto Farías) a gritarles desde la calle sus presuntas fechorías.
El hombre no tiene hogar, fue huérfano y describe a viva voz y a detalle el abuso al que fue sometido siendo monaguillo. El caso tiene tanta información que genera la visita de García (Marcelo Alonso), un jesuita enviado de Roma para investigar las graves acusaciones, a las que se suman la muerte sospechosa de un párroco que tan pronto como llegó a la residencia, fue muerto a balazos.
Pronto, lo que Mónica describe como “una vida santa” queda expuesta y es todo lo contrario. Hay blasfemia, pedofilia, fraude… cuanto pecado pueda imaginarse, algo por descubrir y exponer hasta que, en efecto, entendemos que el grupo funciona como un club que, por lo tanto, es impenetrable y mortíferamente claustrofóbico.
A las estupendas actuaciones, entonces, se agrega la poderosa fotografía de Sergio Armstrong y el ingenioso guion de Larraín, en colaboración con Guillermo Calderón. El final es inimaginable, aunque lógico. Hay, pues, que verlo para creerlo. Y gracias a Netflix, así será. No se arrepentirán. ****
Punto final. – Lástima que “El juego del calamar” es una serie porque no puede comentarse aquí, pero la comisión es tentadora siempre.