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sábado, septiembre 7, 2024
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Las intermitencias de la muerte (Segunda parte)

“La muerte es como el arte… sublime solo para aquel que pueda comprenderla”.

-Brayan Chaparro

Es evidente que Saramago no podía dejar al margen un acontecimiento tan importante como la desaparición de la muerte a las religiones.

El papel que desempeña la Iglesia en este asunto está claro: “sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia”. La culminación de este cinismo se produce en la contestación que un católico da a un filósofo pesimista: “justo para eso existimos, para que las personas se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación, El Paraíso o infierno, o cosa ninguna; lo que pase después de la muerte nos importa mucho menos de lo que generalmente se cree. La religión, señor filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver con el cielo”.

Se produce un vuelco en la trama con la aparición de un sobre morado, una carta escrita por la propia muerte en la que explica que ha pretendido que el ser humano conozca cómo sería la vida si ella no funcionase, y en la que reconoce públicamente que se ha equivocado y que a partir de ese momento anunciará a las personas su muerte con una semana de antelación para que les dé tiempo a poner en orden todos los asuntos de su vida. Para avisar del fallecimiento, la muerte utiliza el servicio postal tradicional, a través de cartas de color violeta (tradicionalmente asociado a la muerte).

Este nuevo experimento conlleva peores resultados, si es que eso es posible, que el anterior. El aviso de una semana solo sirve para crear un estado de histeria colectiva que lejos está de la aceptación y de la resolución de los asuntos mundanos. El país cae en un nuevo caos: “la semana de espera establecida por la muerte había tomado proporciones de verdadera calamidad colectiva, no solo para la media de trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba diariamente”.

La presencia física de las cartas plantea una incoherencia: la muerte deja de ser una entidad abstracta para convertirse en un ser material, con una serie de rasgos humanizados, la capacidad del lenguaje o la falibilidad, que en ocasiones rozan lo ridículo -la muerte utilizando el sistema postal tradicional-. Incluso es posible hacer un estudio grafológico, porque las cartas están escritas a mano, con innumerables errores ortográficos, tipográficos o de puntuación, por cierto. La conclusión no podía ser otra más que la afirmada por una gran parte de la tradición, que “la muerte, en todos sus trazos, atributos y características, era, inconfundiblemente, una mujer”.

Una vez planteada la existencia física y real de la muerte, comienza la segunda parte de la novela. Después de haber descrito a la muerte más tradicional, un esqueleto con su capucha negra y su guadaña (quizá alguien vivo que alguna vez tuvo boca y lengua), se muestra su lugar de trabajo como una habitación subterránea y su labor como la de un mero funcionario burócratas que escribe cartas a diestro y siniestro y que pasa gran parte de su tiempo en el más absoluto aburrimiento, o que habla con su guadaña, que a veces le contesta: “la muerte es un esqueleto envuelto en una sábana, vive en una sala fría acompañada de una vieja y herrumbrosa guadaña que no responde a preguntas, rodeada de paredes encaladas a lo largo de las cuales se ven, entre telas de arañas, unas cuantas docenas de ficheros con grandes cajones repletos de expedientes”.

 

Benigno Licea González es Doctor en Derecho Constitucional y Derecho Penal. Fue presidente del Colegio de Abogados “Emilio Rabasa”, A. C. 

Correo: liceagb@yahoo.com.mx

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