“Para ser un monstruo no es necesario hacer algo especial,
a veces basta con no hacer absolutamente nada”.
-Eloy Moreno.
El 25 de enero del 2006, Juana Barraza, conocida a posteriori como “La Mataviejitas”, se levantó temprano. Ese día era miércoles y debía de preparar el desayuno a sus hijos Emma y José Marvin, de 12 y 13 años respectivamente, mandándolos enseguida a la escuela y ofrecer de puerta en puerta su trabajo como empleada doméstica. Antes de salir se aproximó al pequeño lavabo de peltre del baño y se enjuagó la cara. Se acomodó el cabello corto con la mano y se contempló un momento en el espejo. Sus rasgos eran bruscos y tendían a dar un aspecto varonil, sin embargo, le gustaba tener cierta coquetería; no obstante, su cuerpo robusto de 1.78, y que daba una situación de respeto por su corpulencia y estatura.
Cuando se contemplaba frente al espejo, una arruga le recordó que recién había cumplido 48 años. Sus tiempos de fama y aclamación por el público que la admiraba habían pasado, se había retirado como luchadora y de las funciones que la excitaban tanto, los viernes por la noche en la calle de Perú #57 en la Ciudad de México; sonreía cuando recordaba cómo subía al ring con su bata totalmente color rosa, un cinturón de cuero color blanco que iba fajado a su cintura, brazaletes que se reflejaban con las luces del cuadrilátero, sus botas blancas y un antifaz en forma de mariposa negra. Entre los fanáticos de la lucha libre, ella era conocida como “La Dama del Silencio”.
Juana escuchó en un noticiero de la mañana por la radio la descripción que hacían del “Mataviejitas”, denominación que habían dado los medios de comunicación en la que había acabado con la vida de al menos 10 ancianas en distintos sectores de la Ciudad de México. Realmente la policía no avanzaba en sus investigaciones, pero se creía que el homicida era un hombre joven, fornido, alto y que seguramente se disfrazaba de mujer o de enfermero, que tenía gran habilidad para convencer a las ancianas de que le permitieran entrar a su domicilio, y una vez en el interior, las estrangulaba utilizando un cable o quizás una mascada.
Más o menos en la hora de que Juana salía de su casa en Iztapalapa, en otro punto distante de la ciudad, Ana María, una mujer viuda de 84 años preparaba el desayuno a su joven inquilino. El ingreso de Joel López le proporcionaba desde hace algunos meses ayuda económica a Ana María; después de tomar el desayuno, Joel se fue a cumplir con su trabajo de mesero y Ana María a realizar diversas compras en un mercado cercano.
Serían aproximadamente las 11 de la mañana cuando Juana caminaba por la calle José Jasso. Fue entonces cuando vio que la viuda regresaba del mandado, y le costaba trabajo lidiar con el peso de las bolsas; llevaba un paso lento. Juana se acercó a ella y le ofreció su ayuda. Ana María aceptó de buena manera y ya estando en el interior del departamento, Juana le comentó que se dedicaba a hacer servicio de lavado y planchado de ropa, por lo que Ana María ofreció pagar $22 pesos por la docena de prendas, a lo que ella replicó que era muy poco dinero. Como respuesta, Ana María -de mal modo- le dijo en voz alta: “Así son siempre las gatas, quieren ganar demasiado dinero”.
Lo que le dijo la anciana despertó inmediatamente la ira de Juana, se arremolinaban en su cabeza las imágenes de todas las dejaciones sufridas a lo largo de su vida: el abandono de su padre, el maltrato constante de su madre alcohólica y el hecho de que la hubieran regalado a los 13 años de edad por tres botellas de cerveza, para después ser amordazada y violada esa misma noche y quedar embarazada de un hijo que, por si la maldición fuera poca, moriría asesinado a los 20 años. Estos sentimientos de furia no podían ser detenidos absolutamente con nada, salvo que el sufrimiento de aquellos que deberían ser castigados, por haber cometido la osadía de humillarla y hacerla sentir que no valía nada.
Por lo que con un movimiento rápido, se hizo de un estetoscopio que estaba sobre la mesa; con destreza lo colocó por detrás de la anciana, quien apenas tuvo una mínima posibilidad de reacción. Toda su fuerza nada podía hacer con la corpulencia, fuerza y violencia de Juana, quien la dominó con facilidad, y utilizando el cordón de caucho rodeo el cuello de su víctima privándola paulatinamente del aire, hasta lograr matarla.
Continuará…
Benigno Licea González es Doctor en Derecho Constitucional y Derecho Penal. Fue presidente del Colegio de Abogados “Emilio Rabasa”, A.
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