En 2013, cuando se promulgó la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación (LFPED) en México -incluso existe un Consejo-, la reforma que lo permitió se hizo a la Constitución en 2001. Sin embargo, las campañas de odio llevadas a cabo en redes sociales y la manifestación agresiva suscitada entre la noche del 14 y la madrugada del 15 de noviembre entre algunas personas que se presentaron como residentes de la delegación Playas de Tijuana e integrantes de la caravana de migrantes hondureños -con reporteros en medio-, evidencia que las buenas intenciones en papel distan mucho de la realidad.
Ante el hartazgo social por la corrupción e incompetencia de los gobiernos, la falta de información, la ausencia de acciones y prevención por parte de las autoridades frente al fenómeno migratorio -a pesar que se empezaron a reunir con un mes de anticipación-, podría justificar que existan dudas y miedos, y si la ciudadanía desea manifestarlos a través de marchas multitudinarias y públicas, también están en su derecho.
Lo que transgrede los límites, por lo menos los legales, es la violencia física y verbal.
Resulta más grave cuando esto ocurre en un Estado como Baja California, en una ciudad como Tijuana, donde la inmensa mayoría son migrantes, donde un alto porcentaje de los residentes cruza a diario a trabajar o a estudiar hacia Estados Unidos. Tijuanenses de tercera, cuarta o quinta generación, viven en esa zona porque sus antecesores decidieron viajar al norte para buscar una mejor vida.
Finalmente, la promulgación de leyes y la constitución de un consejo, dejan claro que el racismo y el clasismo mexicano no es un tema nuevo. Apenas en agosto, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) publicó los resultados de la Encuesta Nacional sobre Discriminación (Enadis), y por tercera ocasión, fueron poco halagadores.
“La encuesta proporciona información para conocer la prevalencia de la discriminación y sus manifestaciones en México. Tono de piel, manera de hablar, peso, estatura, forma de vestir o arreglo personal, clase social, creencias religiosas, sexo, edad y orientación sexual”.
Resultó que el 23.3 por ciento de la población de 18 años o más, considera que en los últimos cinco años se les negó injustificadamente algún derecho; el 20.2% declaró haber sido discriminado por alguna característica o condición personal. Los principales motivos, fueron forma de vestir o arreglo personal, peso o estatura, creencias religiosas y la edad.
También se discriminó por su condición al 40.3% de la población indígena, y al 58.3% de las personas con discapacidad. Y el 39.1% de los encuestados dijo que no le rentarían un departamento a una persona por ser extranjero, el 38,6% no le rentarían a un joven, y el 36.4% no le daría el servicio a un cliente transexual. El 44.7% estuvo de acuerdo en que “mientras más religiones se permitan en el país, habrá más conflictos sociales”. Y un 24.5% considera que “las personas con discapacidad son de poca ayuda en el trabajo”.
La encuesta determinó que la principal situación o acción de discriminación es lanzar o recibir insultos, y con ese tipo de acciones empezó a desvirtuarse la mencionada manifestación anunciada como pacífica, que terminó con gente golpeada.
Precisamente ese racismo y clasismo mexicano, que incluso tenemos medido, es el que deja muy claro quién no está cumpliendo con su función, pero decidieron romper el hilo por lo más delgado. Se están quejando de lo que la autoridad está haciendo y dejando de hacer respecto a los migrantes; de lo que el gobierno está gastando y dejando de invertir en los mexicanos, pero en lugar de cuestionar a los funcionarios, esta semana decidieron lanzar su frustración contra los integrantes de la caravana de centroamericanos frente a un puñado de policías que simplemente dejó que la violencia escalara.
Los ciudadanos están en su legítimo derecho de exigir acciones y respuestas, pero primero la Ley es clara al señalar que debe ser sin violencia, de lo contrario se convierte en delito; y segundo, los reclamos se deben hacer a las autoridades que no están respondiendo, ni aclarando sus inquietudes.
Sin profundizar en las implicaciones legales, sociales y humanitarias que representa esta caravana, la realidad es que si quieren seguridad o limpieza en la zona, si desean que el dinero de los mexicanos no se gaste en extranjeros -como si los dólares que envían los nacionales desde Estados Unidos no fuera una de las principales fuentes de ingreso en México-, entonces su energía debe estar dirigida a las personas del gobierno responsables de tomar estas decisiones. Porque ninguno de los centroamericanos tiene capacidad, ni autoridad, para decidir al respecto.