Necesito abusar de tu imaginación, lector amigo.
Ubiquémonos en la península de Anatolia en el año 1453 en la ciudad de Constantinopla, llamada así en honor a Constantino “El Grande”, el emperador romano que la fundó y la hizo capital del imperio romano de Oriente en 330 d.C.
Sus habitantes eran griegos y oraban en el rito ortodoxo griego; era una potencia marítima y se encontraba en la encrucijada de Europa y Asia dividida por el mar Bósforo, lo que le da una belleza inusitada.
Ubiquémonos en la iglesia de Santa Sofía, la segunda iglesia más grande del mundo que retaba a Roma por su esplendor y belleza. Había una constante competencia y celos entra las dos capitales cristianas.
Los turcos vivían en Asia Central y se dedicaban a la ganadería de caballos; eran prácticamente nómadas, por lo que con facilidad empezaron a entrar a Anatolia, fundando pequeños reinos que luego se consolidaron con el Emirato de Osman I y que después intentaron tomar la capital del imperio bizantino, Constantinopla, cercando sus murallas dirigidas por Mehmet II, un joven príncipe, inteligente y decidido que estaba intentando lo imposible.
Las invencibles murallas permitían que los bizantinos tuvieran discusiones ridículas mientras estaban rodeados, por ejemplo: su mayor preocupación y tema de discusión era la cantidad de ángeles que cabían en la cabeza de un alfiler, lo que se ha denominado “discusiones bizantinas” sin sentido y en medio del peligro.
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Amigo lector, estamos tú y yo rezando en Santa Sofía cuando llega nuestro rey Constantino XI, paleólogo, junto con buena parte de su corte y se inclina a rezar. Se ve fuerte, nos inspira confianza, nos sentimos protegidos y se retira hacia las murallas. En éstas hay una pequeña puerta por donde se cuela una docena de jenízaros que eran de la guardia imperial turca, reclutados de hijos de cristianos que fueron famosos por su valentía, vigor y su devoción al Califa.
Al penetrar la muralla se escucha un grito por toda Constantinopla: “¡Los turcos han entrado!”. Decae el ánimo, se derrumban las defensas, se abren otras puertas y los turcos entran finalmente a la otrora invencible ciudad, arrasándola. Seguimos rezando en Santa Sofía cuando Mehmet II penetra a caballo en la iglesia cortando cabeza y sembrando muerte, ahí morimos tú y yo, amigo lector.
Cuenta la leyenda que Mehmet II todopoderoso clava su dedo pulgar girándolo en una columna, lo que hace que toda la iglesia se mueva y apunte hacia la Meca para convertirse en una mezquita; ahí se inicia la negra noche de Europa convirtiéndose en Edad Media.
Los turcos inician su avance simultáneamente por Europa y por África, sumando tribus y venciendo pueblos hasta conquistar todo el norte de África y buena parte de Europa… hasta que se topan con Austria, donde se detienen creando el poderoso imperio otomano que tuvo su mayor momento de esplendor con Solimán “El Magnífico”, apoyado por el pirata “Barbarroja”, que fue llenando de tesoros las arcas del palacio de Topkapi, donde hoy se puede ver un maravilloso museo.
A Turquía tiempo después se le llamó “el hombre enfermo de Europa” y fue atacado por los cuatro costados para robarle parte de su imperio, que se derrumbó cuando se unen los turcos a los alemanes en la Primera Guerra Mundial, guerra que pierden y que les deja como último feudo la península de Anatolia y el pedazo de Europa cruzado por el Bósforo; en ese momento aparece un movimiento en Turquía denominado los jóvenes turcos que intentan traer la modernidad al país, liderados por Mustafa Kemal Pasha o Atatürk, “El padre de los turcos”.
Gracias por tu amable compañía, amigo lector, en este breve viaje y aventura que hemos vivido por los 700 años del imperio otomano y la Turquía moderna.
José Galicot es empresario radicado en Tijuana.
Correo: [email protected]
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