Han pasado cinco años desde que el mundo se sumió en el caos a causa de un nuevo coronavirus, una amenaza invisible que puso patas arriba la vida tal como la conocíamos. Desde los primeros informes de una misteriosa neumonía en Wuhan, China, hasta una pandemia mundial que infectó a millones de personas y se cobró la vida de más de siete millones de personas en todo el mundo, la COVID-19 lo cambió todo. Pero cinco años después, volvemos a estar en una encrucijada: un lugar donde las cicatrices de la pandemia siguen siendo visibles, aunque nadie niega que hay esperanza en un futuro más resiliente.
El impacto inmediato: un mundo paralizado
Cuando la Organización Mundial de la Salud declaró la COVID-19 una pandemia el 11 de marzo de 2020, los efectos inmediatos fueron muy duros; nadie pudo, en esa fecha, preveer lo que sucedería en los siguientes meses.
Los países cerraron las fronteras, las economías entraron en caída libre, los sistemas de salud se vieron desbordados y la vida cotidiana se paralizó. Las escuelas y los lugares de trabajo cerraron. La gente acaparó papel higiénico y mascarillas. Los hospitales se convirtieron en campos de batalla y los equipos de protección individual (EPI) pasaron a formar parte de nuestra experiencia cotidiana.
Al mismo tiempo, los gobiernos se apresuraron a responder, implementando confinamientos, medidas de estímulo y mandatos de salud pública que cambiaron el funcionamiento de la sociedad. La pandemia no fue solo una crisis médica, sino también económica, social y emocional. Para millones de personas, parecía que el mundo se había vuelto irreconocible de repente.
El avance de la vacunación y la respuesta mundial
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A fines de 2020, el mundo comenzó a ver un rayo de esperanza. Un rápido esfuerzo científico desplegado a través de varios países condujo al desarrollo de distintas vacunas contra la COVID-19, un logro notable dada la escala de la pandemia y la velocidad a la que se crearon. La carrera por distribuir estas vacunas sacó a relucir lo mejor y lo peor de la humanidad. Las naciones más ricas almacenaron dosis, mientras que los países más pobres lucharon por conseguir incluso una fracción de lo que necesitaban. En México miles de personas buscaron la forma de vacunarse en los Estados Unidos.
Sin embargo, la distribución de la vacuna marcó un punto de inflexión. A mediados de 2021, millones de personas se vacunaban cada día y muchos países empezaron a ver una disminución de los casos más graves y también (afortunadamente) de las muertes. En general las vacunas demostraron ser eficaces, pero incluso entonces la COVID-19 estaba lejos de ser derrotada. Surgieron variantes como las llamadas Delta y Ómicron, que evadieron la inmunidad hasta cierto punto y provocaron nuevas oleadas de infecciones. Esas variaciones pusieron de relieve una lección fundamental de la pandemia: los virus evolucionan, y también deben hacerlo nuestras estrategias para combatirlos.
La alargada sombra del virus: pérdida, salud mental y desigualdad
Si bien las vacunas trajeron esperanza, el daño causado por la COVID-19 fue en ese entonces y quizá lo sigue siendo actualmente, enorme y multifacético. A nivel humano, la pandemia dejó una marca indeleble en quienes perdieron a sus seres queridos. El dolor se vio a menudo agravado por el aislamiento y la incapacidad de reunirse en persona para rituales como los funerales, lo que dejó a muchos a cargo de procesar su dolor en soledad. Además, el impacto desproporcionado de la enfermedad en las comunidades marginadas (minorías raciales, ancianos y personas con discapacidad) no hizo más que magnificar las desigualdades sociales preexistentes.
La pandemia también desencadenó una crisis de salud mental que no pudimos haber imaginado. El aislamiento que trajeron consigo las medidas tomadas por los gobiernos, la incertidumbre de la pérdida de empleo y el trauma de presenciar una catástrofe mundial afectaron el bienestar de las personas. Según la Organización Mundial de la Salud, la prevalencia mundial de la ansiedad y la depresión aumentó en un asombroso 25% solo en 2020. La necesidad de recursos y apoyo en materia de salud mental nunca había sido mayor, pero en muchas partes del mundo el acceso sigue siendo al día de hoy insuficiente.
Cambios económicos y el futuro del trabajo
La pandemia catalizó una convulsión económica que se sintió en todos los sectores económicos e industriales. Las cadenas de suministro mundiales se vieron alteradas, con fábricas y puertos paralizados, lo que generó escasez de todo, desde microchips hasta granos de café. Las tasas de desempleo se dispararon, pero también pusieron de relieve las vulnerabilidades de la economía informal y las deficiencias de los modelos tradicionales de seguridad laboral.
Sin embargo, la pandemia también aceleró ciertas tendencias económicas. El trabajo remoto, que antes era una práctica poco común, se convirtió en la norma para millones de trabajadores. En algunos sectores, este cambio trajo consigo una cierta flexibilidad en las condiciones laborales y una búsqueda intensa de equilibrio entre el trabajo y la vida personal. Actualmente el futuro del trabajo remoto sigue siendo incierto, ya que las empresas y los empleados sopesan sus beneficios frente a los desafíos de la colaboración presencial y sus efectos por ejemplo sobre la innovación.
Tal vez el cambio más profundo haya sido la reevaluación de lo que constituye el trabajo esencial. En tiempos de crisis, quedó claro que los trabajadores de la salud, los conductores de reparto, los empleados de las tiendas de comestibles y otros trabajadores encargados de dar respuestas inmediatas a la población son la columna vertebral de la sociedad, pero muchos de estos trabajadores a menudo estaban mal pagados y subvalorados. La pandemia ha provocado debates sobre los derechos laborales y la necesidad de sistemas económicos más sostenibles y equitativos.
Avanzando: construyendo un futuro más resiliente
A medida que el mundo emergía gradualmente de la sombra de la pandemia, estaba claro que la crisis había transformado muchas facetas de nuestras vidas. En los últimos cinco años, la situación ha quedado clara: estamos interconectados y nuestros sistemas globales (asistencia sanitaria, economía y sociedad) son tan fuertes como su eslabón más débil.
En este mundo pospandémico, la conversación está virando hacia la recuperación y la resiliencia. Los sistemas de salud se están reconstruyendo y reimaginando, con un enfoque en la preparación para futuras pandemias y en garantizar un acceso equitativo a la atención sanitaria. Los gobiernos, las empresas y las personas están lidiando con la forma de mitigar los impactos económicos a largo plazo, abordando cuestiones como el desempleo, la inflación y la inestabilidad de la cadena de suministro.
La pandemia también ha puesto de relieve la necesidad de una cooperación mundial más fuerte. La COVID-19 demostró que ninguna nación es una isla; compartimos la responsabilidad colectiva de apoyarnos unos a otros, especialmente en tiempos de crisis. Ya sea compartiendo vacunas, recursos o conocimientos, la pandemia reafirmó la importancia de la solidaridad.
Conclusión: el fin de una era, el comienzo de otra
Al mirar atrás a los cinco años de COVID-19, es imposible ignorar el inmenso sufrimiento, pérdida y perturbación que causó. Sin embargo, hay signos de resiliencia: historias de comunidades que se unen, de avances científicos y de personas que han encontrado un nuevo significado frente a la tragedia. La pandemia fue una maestra brutal, pero sus lecciones (sobre salud, desigualdad y cooperación) son cosas que no podemos permitirnos ignorar. En México pagamos un precio inmenso en dolor y en muerte, debido a la negligencia criminal de las autoridades de todos los niveles de gobierno y el negativo impacto del liderazgo político en ese momento, guiado más por la superstición que por la ciencia y más por la ignorancia que por la evidencia. Miles y miles de familia sintieron ese impacto.
El camino hacia la recuperación total fue muy largo y las cicatrices de los últimos cinco años tal vez nunca desaparezcan por completo. Pero en medio de los desafíos actuales, la humanidad ha demostrado una notable capacidad de adaptación y esperanza. Tal vez, al final, el legado más duradero de la COVID-19 no sea el virus en sí, sino la forma en que nos obligó a reconsiderar lo que es verdaderamente esencial: nuestra salud, nuestras conexiones y nuestra responsabilidad compartida con los demás. Ojalá no lo olvidemos.
El doctor Miguel Carbonell, licenciado en derecho por la UNAM, es Director del Centro de Estudios Jurídicos Carbonell AC, institución de vanguardia que se dedica a formar abogados de excelencia en México y el extranjero.