Es una figura urbana icónica en las calles, deambula por los lugares públicos, los encuentras en las tiendas de conveniencia abriendo la puerta por una propina. Son personas sin casa, sin familia, muchos de ellos lavan autos, barren los frentes de negocios o de las casas que los ven como una solución pasajera; el desamparo de la calle y la vida los ha convertido en consumidores permanentes de enervantes, desde mariguana, crack, metanfetaminas, y otras cosas que al principio les regalan para a la larga dependen de su consumo.
El círculo social de la calle es espacio asegurado para que conozcan de adicciones, que llega a niveles de lo más destructivo y fatal. Traen zapatos que les quedan grandes, a veces sin agujetas, traen lentes sin vidrios porque “creen” que les da personalidad y lo que traen puesto de ropa es lo único que les acompaña. Juntan madera para hacer un refugio y dormir en lugares escondidos. Buscan con quien empatizar, lo entiendan y toleren. Me recuerda el perfil del hombre de papel, el extraordinario personaje que interpreta Ignacio López Tarso, solo que sin adicciones ni la brillante inteligencia de un discapacitado, pero con la misma soledad.
Cuentan solo con “amigos” que se los ganan a través de servicios y atenciones. Antonio, de 45 años, es todólogo para vender sus servicios a los inocentes o que de plano entiende la necesidad de ayudarlo a sobrevivir y que trabaja en la construcción de obras. Decidido, delgado, mal vestido, sin jabón, pero lava su ropa en los parques y deambula en la zona, identificando oportunidades de sobrevivir. No parece de oficio albañil, no tiene herramienta, quizá un desarmador y si acaso unas pinzas que alguien le regalo, no tiene seriedad, ni facha de responsabilidad, y promete muchas cosas.
Blanco favorito de las unidades de seguridad pública, las patrullas municipales los buscan y cumplen su cuota fácilmente con este grupo cada vez más prolífico en los terrenos solitarios, o las casas abandonadas; los ven a distancia en la calle y rápidamente tienen que esconderse. De lo contrario les piden identificación, carta de trabajo, dónde desempeñan su oficio; si traen algo de dinero, se los quitan; si se resisten, los golpean; a veces son tantos los que levantan que no caben en el pickup policiaco.
Hay otra historia más sensible: hay también “Antonias”. Vemos en las colonias populares (nunca en las de clase alta, no porque no las haya, sino porque hay una “limpieza” de la autoridad municipal) a mujeres relativamente jóvenes, deambulando por las calles, semidesnudas, pidiendo comida gratuita en taquerías, algunas sin sus plenas facultades mentales.
Se engancharon a las drogas y su cerebro se quemó, también se les abandonó en la familia; algunas se prostituyeron para seguir drogándose, tiraron a la basura sus mejores valores, su formación laboral y ahora son una pesadilla para familias desintegradas y la comunidad indiferente. El Estado, el congreso, no les ve ni les oye; para tratar a este núcleo lumpen que -como cáncer- crece: algunos discretos y velados; otros de escándalo.
Es un grupo social desamparado, que no tiene derecho humano alguno. No tuvo familia, escuela, oportunidades, ni un cobijo social; debe haber demasiados en el mundo, México y Tijuana. Son en su mayoría migrantes.
Mucho se ha degradado la sociedad y sus pilares: la educación, la salud, la cultura y la familia. Las iglesias católicas y cristianas si fueran eficaces en su misión, habrían tenido algún resultado positivo. Pero la responsabilidad capital es del Estado, porque trasciende la nota roja; vemos a féminas involucradas en grupos de delincuencia secuestros, asaltos, narcomenudeo, trata, explotación sexual, o responsables de maltrato a sus propios hijos. O tolerando que sus parejas sentimentales les nieguen a los infantes, alimentos, asistir a la escuela, que además les golpean y hasta hospitalizan o dejan sin vida…
M.C. Héctor Ramón González Cuéllar es académico del Instituto Tecnológico de Tijuana.
Correo electrónico: profe.hector.itt@gmail.com