“No hay esperanzas de recuperar los papeles que tenían los padres, y algunos harán falta para componer yo aunque sea a media luz una historieta política, militar y eclesiástica de estas fundaciones, que aunque ha durado poco tiempo, pueden enseñar signos”.
Fr. Francisco Barbastro, presidente de los franciscanos en Sonora, 1781.
En los archivos de la Catedral de Tijuana, B.C., providencialmente encontramos una carta firmada por el entonces obispo Juan Jesús Posadas Ocampo, enviando condolencias de la comunidad bajacaliforniana a los fieles salvadoreños, con motivo del asesinato del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, fechada en 1980.
El crimen de la derecha autoritaria se valió del enfermo Roberto D’Aubuisson para privar de la vida al ahora santo Obispo Romero, en plena misa en la capilla de un hospital para enfermos. El Arzobispo cayó muerto, derramando a la vez la sangre de Cristo que había consagrado en el Cáliz. En El Salvador en 1987 fueron asesinados varios sacerdote jesuitas, entre ellos Ellacuría, todos de la Universidad Central del Salvador (UCA); los contrarrevolucionarios les dieron el tiro de gracia.
Juan Pablo II, el pontífice (hacedor de puentes) visitó México en enero de 1979. Fue su primer viaje internacional, incluso antes de Polonia u otro país. En 1981, un 13 de mayo, el Papa Wojtyla salvó su vida cuando el turco Agca le disparó en el cuerpo, mientras le pasaban un niño que le cubrió el ángulo la cabeza, pero el terrorista lo hirió gravemente. Una de las balas 9 mm., extraídas del malherido pontífice, se la añadieron a la Corona de la Virgen de Fátima, a quien siempre agradeció desde 1982.
Testigo de los crímenes soviéticos y del nazismo, Karol Wojtyla sufrió en carne propia la maldad a través de éstas ideologías locas: el comunismo y el nacionalsocialismo.
Rusia, pues, se valdrá de un musulmán, el turco Mohamed Ali Agca, para pretender asesinar al Papa. Hubo muchos otros atentados, como el frustrado en Phoenix, Arizona, en septiembre de 1987, gracias al FBI, evento que captó en fotos Crispín Ballesteros, de El Imparcial de Sonora.
Desde 1980 es ordinario escuchar del guerrillero sandinista Daniel Ortega, dictador de Nicaragua en los últimos 20 años junto con su mujer la vicepresidenta Murillo. Son tan criminales y delincuentes como Somoza o Perón, y Videla en Argentina.
En Guatemala en la década del 2000, fue asesinado impunemente el Obispo Juan Gerrardi, quien en su informe Guatemala Nunca Más documentó personalmente, a través de la comisión episcopal de derechos humanos de Guatemala, más de cien mil crímenes.
Daniel Ortega y su mujer nicaragüense, son semejantes a dictadores como Idi Amin, en Uganda; al mismo Franco en España; o Hitler en Alemania y Europa; Ortega y su mujer comenzaron esta semana a desmantelar el casi centenario diario La Prensa de Managua.
Están persiguiendo las libertades de religión, pensamiento y expresión. Como los Castro en Cuba, en México Echeverría, Braulio Maldonado y Bob de la Madrid en Baja California.
Las locuras del dictador Ortega son tan enfermizas que hasta los humildes misioneros y misioneras de la caridad han dejado el pobre país para mejor trabajar en Costa Rica.
No es la religión el opio del pueblo; el opio del pueblo es la religión malvivida. Dirá el apóstol Santiago: “Quien dice que es un hombre religioso y no refrena su lengua, su religión no sirve para nada. Muéstrame tu Fe sin obras, que yo por mis obras te demostraré mi Fe”.
Hay dictadores populistas de derecha y de izquierda, y quizás de centro-izquierda, o de centro-derecha, pero son dictadores como Bolsonaro, Trump, y Daniel Ortega; éste, con su mujer de vicepresidenta, oprimen desde hace veinte años al hermano pueblo nicaragüense.
Nunca el César es más grande que Dios; si Napoleón fue desterrado y pidió perdón al Papa, a quien había despreciado. Los nicaragüenses no son gobernados por un dios, sino por un simple hombre, como Hugo Chávez, que, como todos nosotros, sus días están contados.
Germán Orozco Mora reside en Mexicali.
Correo: saeta87@gmail.com