Los primeros minutos del 1 de agosto, Baja California estrenó diputados… bueno, a medias.
Resulta que de los 17 electos -todos como parte de la ola de Morena-, ocho son reciclados o reelectos, lo que no deja de ser alarmante, porque la Legislatura saliente no dejó un precedente de pulcritud, responsabilidad, solidaridad con los gobernados o profesionalismo.
Los que repiten son: Juan Manuel Molina, Víctor Navarro Gutiérrez, Aracely Geraldo, Julia Andrea González, Julio César Vázquez Castillo y Claudia Agatón Muñiz, sus aliados del PT; y Ramón Vázquez Valadez y Gloria Miramontes Plantillas, quienes entraron la pasada Legislatura como suplentes del secretario estatal de Educación, Catalino Zavala, y la hoy alcaldesa electa de Tijuana, Montserrat Caballero.
Fueron ellos quienes acompañaron y solaparon al gobernador Jaime Bonilla, quien actuó y actúa como si fuera dueño del partido y los funcionarios. Procede como si todos los favorecidos con un puesto en el gobierno, se lo debieran y tuvieran la obligación de obedecerle.
Bajo esa lógica torcida, es fácil ser un mandatario desaseado, desorganizado, porque sabe que no será el responsable de limpiar el desorden que deja.
Pero el cochinero no lo hizo solo, tuvo de su lado los votos de un Congreso que, en lugar de cumplir con su función de representar los intereses de los ciudadanos, vigilar y analizar profundamente la correcta aplicación de los recursos, crear y aprobar leyes justas, decidió comportarse como lacayo, servil, presto y dispuesto a someterse a las ocurrencias del mandamás.
En Baja California, el ingeniero Bonilla y su XXIII Legislatura de mayoría morenista estuvieron dispuestos a todo, incluso, no les importó violar la Constitución que se comprometieron a respetar, cuando intentaron ampliar el periodo de dos a cinco años del gobernador, tema al que solo tres -de los reelectos solo Geraldo- de 17 de Morena se opusieron. Pero a todo lo demás le dieron para adelante.
Tampoco tuvieron empacho en apoyar y votar a favor el madruguete, sin socializar, sin análisis, sin presentar ante la oposición, sin debate, aquellos sorpresivos aumentos a impuestos -en algunos casos ilegales- al gas, gasolina, artículos empeñados, llegadas aéreas y hospedaje.
Gravámenes para generar millonarios cobros extra que se incorporaron al presupuesto estatal general a la “licuadora”, con un destino que dos años después sigue siendo desconocido. Recursos que se gastaron en quién sabe qué, pero que los contribuyentes están reclamando de vuelta a través de amparos, muchos de los cuales obligarán al Estado a regresar el dinero, pero al señor Bonilla no le importa, porque él ya no estará en el gobierno.
El Congreso saliente nunca tuvo problema en aprobarle a la administración del ingeniero, los trámites para el refinanciamiento de deuda y la obtención de varios créditos, hasta empeñar el Fondo de Aportaciones para el Fortalecimiento de Entidades Federales (FAFEF) por dos sexenios más. Y sin chistar, vieron cómo en un acto fuera de Ley, el Estado pidió dinero prestado a los municipios.
Incluso decidieron ser uno mismo con el gobierno bonillista para desmantelar el Sistema Estatal Anticorrupción, al aniquilar la autonomía e independencia a la Fiscalía Especializada en Atención de Delitos Electorales, en tratar de quitarle lo ciudadano al Consejo Ciudadano de Seguridad Pública, así como regalar notarias a sus amigos y padrinos, y aprobar -para luego abrogar- una abusiva y opaca Ley de Transición, entre otras manifestaciones de abuso del poder de la mayoría.
La más reciente, antes de concluir su gestión y sin seguir el protocolo legislativo una vez más, la XXIII Legislatura le aprobó una municipalización patito de las comisiones del agua, en la que pretenden pasar el trabajo a los municipios y dejar el dinero en el Estado. Además de intentar evitar que la gobernadora entrante reconsidere el contrato con Fisamex, empresa que, usando una fórmula creada por un empleado del gobierno, se ha enriquecido cobrando millonarias deudas de agua, algunas falsas y otras reales. Situación que ya generó la promoción de seis controversias constitucionales.
Como resultado del desaseo y los abusos mencionados, el mayor riesgo es para la próxima administración de Marina del Pilar Ávila Olmeda, quien tomará posesión el 1 de noviembre y recibirá un Estado sin maniobrabilidad financiera, empeñado, con deudas adicionales, porque deberá responder a las órdenes de los jueces, de regresarle a los contribuyentes los millones de pesos cobrados irregularmente por Jaime Bonilla.
Entonces, Ávila y a la XXIV Legislatura tendrán la nada envidiable responsabilidad de limpiar el desorden que dejaron sus antecesores, recordemos, ocho de ellos repitiendo en el encargo. Reformar lo que haya que reformar, cancelar lo que sea necesario, revisar cuántos millones se recaudaron y en qué se gastaron, reponer y obligarlos a regresar si es que algo se llevaron, hacer lo necesario para salir de la estrechez financiera que heredan y generar el desarrollo que urge para salir de la crisis generada por la pandemia.
Como Bonilla, la primera gobernadora bajacaliforniana contará con sus 17 votos de mayoría. A los ocho reelectos se suman: Manuel Guerrero Luna, Alejandra Ang Hernández, Michel Sánchez Allende, Sergio Moctezuma López, Evelyn Sánchez, María del Rocío Adame Muñoz y Montserrat Murillo López, quien ganó sin esfuerzo porque la cambiaron por Miriam Elizabeth Cano justo antes de la votación.
De sus asociados, Marco Antonio Blásquez Salinas (PT) y César Adrián González García (PVEM), de quienes se sabe poco -salvo Blásquez-, se espera un mejor papel que el de sus compañeros reciclados. Hay que observarlos trabajar en las primeras sesiones, para saber de qué están hechos.
Lo mismo para la oposición que llegó vía plurinominales, tres del PAN, tres del PES, uno del PRI y otra de Movimiento Ciudadano; deberán trabajar como un contrapeso constructivo y propositivo para validarse y generar equilibrios.
A todos les corresponderá limpiar el desorden de los que se van, y no es fácil. Será cuestión de tiempo para saber qué tan competentes son y hasta dónde son capaces de llegar. Conocer qué es más importante para ellos: los ciudadanos electores, o los intereses de sus partidos.