Toca la puerta el COVID-19. Hay personas que desdeñan esta enfermedad que causa pánico o indiferencia, y les vale gorro la realidad. Comparto a los incrédulos, que se pasan de listos que la amenaza es real. Todos somos vulnerables.
El primer caso de lamentable deceso fue de un vecino que pasaba diariamente a su trabajo en bicicleta, de aspecto sano, fuerte, recio. De repente un domingo temprano, los vecinos azorados, sin saber a ciencia cierta qué pasaba por la discreción de la familia, vieron al servicio médico forense llegar a su domicilio. Había estado una semana luchando, con la ayuda de oxígeno, y su cuerpo no resistió el embate; fue un campanazo para saber que venía en serio la pandemia. Eso fue en abril. El resto de la numerosa familia en una vivienda pequeña salió ileso, pero sí asustados; corrieron a hacer la prueba y por fortuna salieron negativos.
Don José, el mecánico de confianza de la familia de 72 años. Vive, sobrevivió al virus por su fortaleza. Pero un buen día vi que se mantenía cerrado su taller y hablé por teléfono; me atendió la llamada su hijo: José estaba encerrado en su cuarto; breve la conversación, me dijo que estaba con los síntomas encima: fiebre, cansancio, tos, dolor de garganta, dolor de pecho y dificultad para respirar. Que lo mejor era esperar y cuidarse. La ayuda de la familia es fundamental. Los hijos, los nietos le acercaban los alimentos a la puerta. Así se mantuvo 30 largos días confinado. Después le hablé y no respondía directamente, sus hijos me decían que dormía todo el día, que no podía hablar. Al tiempo vi el taller nuevamente abierto. Me acerque y me dijo que me mantuviera alejado; a unos 5 metros conversamos.
Me dijo que es un mal que no se lo desea a nadie. No demandó hospital ni medicamentos especiales, José no reclamó el tanque de oxígeno, no tuvo más que poder de resistencia de su organismo hecho de buena madera. Confesó que en el peor momento de la crisis, respiraba y sentía que inhalaba lumbre y fuego; el aire que se aspira es caliente, sientes que estás en medio de un incendio. No sabes qué hacer en esa desesperación más que tener fe y ser fuerte. Perdió 12 kilos. Pero salió completo. Se siente bien y está de nuevo atendiendo su taller.
Un amigo abogado también lo alcanzó en un restaurante por contagio. Traté de hablar y no respondía, hasta que al final después de haberse recuperado, me devolvió la llamada. No podía hablar, se la pasaba dormido, no tenía fuerzas ni siquiera para levantarse de la cama. Es algo más que ser golpeado o atropellado. Los pulmones se cierran o colapsan y la falta de oxígeno es tal que algunos pacientes requieren suplemento o respirador como salvamento.
Sergio, un primo que es médico general, por su oficio se contagió; vi fotografías de cómo evidentemente en ese mes perdió vigor, prestancia y ánimo. Sí, el impacto fue claro: envejeció, se ve sentado, disminuido, encorvado, agotado, sin fuerzas; estuvo también postrado 33 días en su casa, con la heroica ayuda de esposa y familia que se arriesgó de contagio. Le dio gracias a Dios por la oportunidad de sobrevivir.
Guadalupe, herrero, duranguense de 67 años, trabajador incansable, un maestro del acero. Lo vi al final del 2020 y quedamos de hacer un trabajo. No llegó a su taller en los albores del 2021. Estaba internado en la clínica 1 del Imss. Me informó su hijo que estaba bien. Pero luego me habló de que ya lo habían dado de alta; llamada brevísima, no podía hablar sin que le diera acceso de tos y estaba sin fuerzas.
Mis hijos preocupados me dicen que no salga; ellos se contagiaron y por la juventud superaron la crisis. Revelan a diario que sus amigos y amigas están perdiendo a sus padres. Mi amigo Sergio es ingeniero y me pide que no salga, sino lo estrictamente indispensable. Cuando vemos los mercados sobreruedas aglomerados de tijuanenses, como si nada pasara, concluimos que la necesidad es muy superior al miedo.
M.C. Héctor Ramón González Cuéllar es académico del Instituto Tecnológico de Tijuana.
Correo electrónico: profe.hector.itt@gmail.com