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sábado, febrero 17, 2024
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El marrano

Iban detrás de la marrana a media calle. Todavía sin pelambre y de piel rosada. Los cochinitos caminaban en hilera y veloces. No había necesidad de arriarlos. Por cada zancada de la madre velozmente daban cinco o seis. Se parecían a ese conejito en el comercial de las baterías. Siempre pensé que iban tras de la marrana no por temor a quedarse solos, sino para alcanzar sus inagotables tetas.

La hembra dejaba la huella de sus pezuñas. Es que pesaba demasiado. Resoplaba por lo mismo. Me imagino cómo debía retumbar su corazón. Llevaba la trompa casi pegada al suelo y por eso iba levantando terregal con cada bufido. Por naturaleza iba buscando que comer. Se me figuraba que no tenía buena vista. Levantaba lo que se encontraba: Hojas de mazorca, cáscaras de naranja, hormigas, excremento y todo lo que estaba en el suelo capaz de meterse al hocico.


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De cuando en vez el dueño la golpeaba con una vara de mezquite. Resistente y delgadita. Gris y verde silvestre. Así le indicaba por donde seguir. Entonces ni banqueta había y le impedía pegarse a la pared de las casas. Es que por allí caminaban doñas y chilpayates. Naturalmente los espantaría. Además de tan pesada, la marrana podía apachurrar contra la pared a sus críos o a un mocoso.

Huarache con suela de llanta usada. Camisola de percal. Pantalón-calzón igual. Cobija pequeña al hombro cubriendo el machete bajo al sobaco. Ensombrerado. Casi como el de los mariachis pero no arriscado ni con florituras. Así se veía al dueño de la marrana. No gritaba para anunciar “¡Se veeeeendeeen maaaaarrrraaaaanoooosss!” Todos los del rumbo sabíamos.

“Cuando los veas avísame pronto”, me advertía mi abuelo. Por eso nada más les divisaba o decían mis camaradas y entraba corriendo a casa. Abría de golpe la puerta. Par en par. Nada más brincaba la aldaba ruidosamente hueca. Le llegaba con tan ansiada novedad a mi viejo. Pantalón, camisa y “yompa” de mezclilla. Sombrero de ala corta pero de palma. Botines y su cuchillo al cinto.


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En cuanto salía mi abuelo, el dueño de la marrana le veía los ojos de interesado. “Marchante….ofrezca, ¿cuánto me da por los marranitos?”. El regateo empezaba. Tres pesos lo bajito pero jamás arriba de cinco. Nunca el abuelo compraba más de un animalito. “¿Para qué quiero tantos?”, decía. Y aunque se los daban baratos en montón ni los agarraba.

Llegaban a un arreglo sin mucha discusión. Mis amigos y yo de mirones. Todo terminaba cuando papá grande me decía: “¿Cual te gusta?”. Y como casi todos eran iguales apuntaba al primero que se me ocurría o estaba más cerca. Entonces el abuelo agarraba fácilmente al animalito. Pegaba de chillidos. Como si fuera un bebé lo cargaba y entraba a la casa. Atravesaba el zaguán inmuta de las macetas con helechos. Seguía por el patio enladrillado. A un lado recámaras, baño, pozo y cocina. Al fondo había un cuarto sin techo. Paredes de adobe. Sin pintar. Ni ladrillo ni cantera en el piso. Era nuestro corral. Allí le sobraba espacio al marranito. Lo compartía con gallos y gallinas. Nada los separaba. Con el tiempo era mi admiración verlos tranquilos cada quien por su lado.

Todo lo que sobraba de nuestra comida o de la cocina iban a un bote. Cáscaras de plátano, aguacate o de tunas con todo y espinas. Tortillas quemadas, colas de cebolla y hasta deshechos de papel enmantecado. Ese era el alimento para el cochinito. Para los de pico y cresta, puños de maíz que nosotros mismos desgranábamos de las mazorcas.

Ya medio crecido el marrano se aparecía un vecino. Entraba con mi abuelo al corral. Nos dejaban fuera. Oíamos los chillidos agudos prolongados y uno tras otro. Luego un olor penetrante y desagradable. “Es creolina”, me dijo mi madre. Advirtiéndome que todo el día olería“…así es que acostúmbrate”.

La primera vez que vi al vecino salir del corral me asusté. Tenía las manos llenas de sangre. Las metió en la tina con agua que mi abuelo sacó del pozo. También su cuchillo para limpiarlo. Le dieron garras para secarse y luego las tiraron a la basura.

“Abuelo, ¿qué le hicieron al marrano?”. Con un “luego te digo ya que estés grande”. Pero insistí y solamente soltó “lo caparon” seguido “ya no me preguntes y vete a jugar”. Después me contaría a su manera: le quitaban algo que le estorbaba para que pudiera engordar. Y de veras. A los pocos meses aquel animalito iba creciendo. Tanto hasta quedar enorme como su madre cuando fueron a venderlo. Por eso se la pasaba tirado. Nada más se levantaba para comer.

Entonces el 17 de agosto era cumpleaños de mi abuelo. Ese día temprano llegaba el matancero. Traía un enorme caso de cobre. Dos botes de lámina y suficiente leña. La encendía en el patio. Mientras agarraba fuerza la lumbre entraba al corral. Con mi abuelo ponían un pedazo de riel esquinado arriba de las paredes. Evitando un mordisco pero aprovechando la torpeza del animal por tanto peso, facilito amarraban sus patas traseras. Y entonces lo jalaban pasando la reata sobre el acero. Era levantado hocico para abajo. En medio de los berridos pero inmovilizado por su propio peso. Le llegaba el fin. Con tino el matancero clavaba su cuchillo entre pescuezo y patas. La sangre salía como agua de la llave. Vecinas esperaban a la puerta de la casa para comprarla y tomársela calientita, porque decía, fría ya no tenía tan buenos efectos curativos. Nunca supe cuáles. Pero sí las vi beber apuradamente. Y hasta le daban un traguito a sus hijos. A mi madre le asqueaba. “Ni se te vaya a ocurrir tomar porque te nalgueo”. Pero nunca me dijo por qué.

El matancero quitaba con su filoso cuchillo la piel del animal. Luego a enjuagarla y restirarla para rasurar. Una parte para “cueritos” en vinagre. Otra para freír y tener enormes trozos de “chicharrón durito”. Seguía destazando al animal. Metía los trozos al caso ya caliente. Soltaban la grasa hasta hervir y servir para freír las que serían sabrosas carnitas.

Entonces sí todos a comer. Los mayores cerveza y mezcal. Ron para los invitados. A nosotros refrescos verdes, blancos y rojos embotellados a una cuadra de la casa. Ni etiqueta les ponían. Aquel era un mar de carne. A veces se vendía la manteca a los vecinos. Pero chicharrones y “cueritos” en vinagre teníamos para días.

La fiesta terminaba hasta noche. Antes de irnos a dormir llenos y satisfechos mi abuelo me decía: “Cuando veas pasar al señor de los marranos me hablas”.

 

Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez el 23 de diciembre de 2003.

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Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Jesús Blancornelas Jesús Blancornelas JesusB 47 jesusblanco@zetatijuana.com
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