“Love Never Dies” es, ante todo, una secuela que para apreciarse a cabalidad, debe conocerse bien la historia de “El Fantasma de la Ópera” desde el musical de Andrew Lloyd Weber.
Y aquí no hay forma de evitarlo, simple y sencillamente porque, aunque los temas principales son justo lo que la narrativa necesita en esta secuela, no hay un tema tan poderoso como “The Music of the Night” que se rescate de esta puesta en escena y se preserve en la memoria como un clásico.
Lo que tenemos, entonces, es una historia digna de contarse, con letras de Glenn Slater y partituras de Lloyd Weber, donde el trágico y misterioso personaje aparece en Nueva York como dueño de un parque de diversiones.
Ahí llega Christine, ya casada y con un hijo pequeño, contratada para cantar en un espectáculo central, pero sin saber en realidad quién la convocó.
A final de cuentas la lección que todos deben aprender la dicta el destino, esa suerte inevitable donde el niño Gustave será no solo la clave del pasado, sino el rescate de un futuro que pudo haber sido más lamentable aun para el fantasma, el genio musical condenado a las sombras por una deformación física provocada.
Gardar Thor Cortes en el rol protagónico es una joya, con una poderosa y memorable voz que además implica un lamento, contrastando con la nitidez vocal de Megham Picerno.
Sin embargo, el papel más sorprendente es el que interpretan Casey Lyons y Jake Heston Miller como “Gustave”, sobre todo cuando debe estar hombro a hombro con el fantasma en una escena donde los genes no pueden ocultarse más y el presentimiento se confirma como realidad.
Claro, esto es un melodrama en toda la extensión de la palabra, pero sumémosle a lo dicho la quimérica escenografía circense y el deseo de saber el paradero del Fantasma como suficientes alicientes para ver una producción que, aunque lejos de la excelencia de la primera entrega, tiene garra para justificar a plenitud su desarrollo en escena.