Esta película de Pablo Larraín es una obra maestra por su capacidad de abordar un tema escabroso a partir de la complejidad de sus personajes, unos sacerdotes enviados a una casa del retiro luego de haber cometido todo tipo de fechorías, incluyendo, claro, la pederastia.
Los “curitas”, como ellos mismos se dicen, viven ahí aislados, en un pueblo remoto de la costa chilena, con una “monja” llamada Mónica (Antonia Zegers) que los cuida y que insiste que lo que ahí se tiene es “una vida bonita, una vida santa”.
Hasta que un día llega el sacerdote Mateo Ramírez para integrarse al grupo. Él se dice inocente de todo pecado y no comprende por qué ha sido enviado a este lugar, pero casi pisándole los talones llega Sandokan (Roberto Farías), un vagabundo de barba crecida y amplios pulmones que empieza a gritar a voz en cuello todas las vejaciones a las que fue sujeto de niño de manos de este párroco.
Ramírez no soporta la presión y en menos de un parpadear se encuentra con Sandokan y se pega un tiro en la cabeza.
El suicidio es entonces investigado por el Padre García (Marcelo Alonso), un jesuita, psicólogo, que tiene en sus manos los expedientes de estos cuatro criminales que la Iglesia ha protegido y que a raíz de una renovación institucional que Larraín aquí pone audazmente en duda, tendrán que enfrentar, quizás, a la justicia del hombre.
En este club hay de todo, el homosexual y pederasta que se autodefine como un maestro de la represión, el cura cómplice de la sanguinaria dictadura de Pinochet, el lucrativo traficante de niños, un sacerdote anciano que no parece tener la mente ya en este mundo, pero que de repente, en las pocas ocasiones en que habla, narra las aberraciones más inimaginables; y Mónica, la que quiso ser monja “por un problema muy fuerte” que tuvo, pero fue rechazada y terminó ahí de carcelaria.
Pero cuando nosotros, como espectadores, comprendemos esto, ya estamos dentro de esta casa y de algún modo nos convertiremos en cómplices de lo que viene en esta historia gracias a la amenazante persistencia de Sandokan, y al afán que tienen estos hombres de rostros apacibles en apostar en las carreras de galgos que se realizan en el pueblo, donde tienen a “Rayo”, el perro que compite por el club.
Sin más locaciones que los tristes espacios de este poblado y su desolada playa, Larraín va tejiendo una red de complicidades estremecedoras perpetuada por personajes que de tan complejos y bien logrados resultan fascinantes.
Es una verdadera pena, finalmente, que esta cinta no haya logrado un espacio en la categoría de Mejor Película en Lengua Extranjera para el Óscar, porque lo que aquí ha hecho este director de la mano de un estupendo elenco es una joya cinematográfica, por todos los ángulos donde se le vea, se reflexione y se recuerde. ****
Punto final.- ¿Listos para la gran noche del domingo?