Estaban en Medellín, Colombia. No tenían nada por hacer ese día. Casi igual desde cuando, poco antes, se conocieron. De casualidad, llegaron a una colina. La carretera pegadita al lomerío. Lleno de zacatal y bien crecido gracias al clima. Muchos pedruscos. Dificultoso para bajar a zancadas. Menos resbalándose o en patasdehule. Desde ahí admiraron el inmenso caserío y edificios. Casi todo construido con puro ladrillo, muy de Colombia. A sus pies, un letrero chaparro, enmaderado, mal hecho y peor pintado: “Se prohíbe tirar cadáveres”.