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viernes, noviembre 21, 2025
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Del protocolo al muro del miedo: Baja California frente a la protesta y el blindaje del poder

El blindaje de edificios públicos en Baja California no fue sólo una medida de seguridad: fue la metáfora visible de un gobierno que mide riesgos con vallas y distancia. Según el secretario de Gobierno Alfredo Álvarez, el protocolo local que regula las manifestaciones es una réplica de la guía nacional. Lo que se prometió como respeto y proximidad terminó siendo barrera, inhibición y censura.

El 15 de noviembre, Baja California amaneció tapiada. Vallas metálicas rodeaban los edificios del Ejecutivo y la Plaza de los Tres Poderes. El blindaje, pensado como protección, se convirtió en símbolo del miedo y la distancia entre ciudadanía y gobierno. En la Ciudad de México, la Generación Z intervino esas estructuras con mensajes directos, un hecho expuesto incluso en notas internacionales. Aunque el foco mediático se centró en la capital, esa imagen resume la tensión vivida también en nuestra entidad: un Estado atrincherado y una sociedad que insiste en hacerse escuchar.

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El Protocolo de Actuación Gubernamental para la Prevención y Atención de Manifestaciones se publicó en Baja California el 25 de julio de 2025. El secretario lo defendió como instrumento administrativo y réplica del modelo federal. Sin embargo, a nivel nacional la Secretaría de Gobernación presentó el “Protocolo Tipo” y el Decálogo por la Libertad y La Paz en la Protesta Social como base para los estados. Lo que en el discurso federal se planteó como garantía de derechos humanos derivó en excesos de fuerza pública, bloqueos estratégicos, despliegue de vallas y denuncias por homicidio imprudencial sin observadores independientes. Esa es la réplica que se pretende ejecutar en Baja California. Blindar edificios es la estética del control: pretende orden, produce distancia e inhibe libertades. Así, el protocolo prometía respeto, pero produjo temor. Prometía protección, pero activó represión. Prometía confianza, pero generó blindaje.

Aunque Álvarez insiste en que el protocolo “no busca reprimir”, la realidad operativa del modelo federal revela lo contrario. En la Ciudad de México, la marcha de la Generación Z derivó en detenciones, enfrentamientos y denuncias cruzadas por agresiones. La fiscalía inició procesos por delitos graves, mientras varios policías fueron suspendidos por uso excesivo de la fuerza. Si este es el modelo que Baja California replica, ¿cuántas vallas más se instalarán antes de escuchar a la gente? La pregunta no es retórica, es preventiva.

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La respuesta ciudadana, marcada por la desconfianza, fue inmediata. Más de 30 organizaciones (colectivos de búsqueda, maestros, burócratas, defensores de derechos humanos, agrupaciones religiosas y feministas) unidos por una causa se opusieron al protocolo publicado en julio. Algunos interpusieron amparos: de 15, siete obtuvieron suspensión definitiva y seis fueron negados. Se evidenció una justicia partida: jueces sensibles que reconocieron falta de certeza frente a jueces complacientes y atentos al cálculo político. Cuando la justicia se divide entre conveniencia y valentía, el ciudadano queda sin árbitro y sujeto a los designios de un papel, muchas veces lejos de la materialización efectiva del respeto y la protección de sus derechos. El gobierno debe observar que esta causa, que unió a la defensa legal de forma pacífica, se replicó en la explanada de los Tres Poderes, donde múltiples voces convergieron para exigir seguridad y detener la impunidad.

La manifestación del 15 de noviembre demostró que la protesta (y su socialización digital) va más allá del contenido de un protocolo o de una suspensión judicial. Pese a la llovizna, cerca de mil cachanillas, se reunieron en la Plaza de los Tres Poderes. Las pancartas exigían justicia por Carlos Manzo y Sunshine Rodríguez, denunciaban feminicidios sin resolver, el desabasto de medicamentos y rechazaban la falta de apoyo a agricultores; familiares de desaparecidos, jóvenes, empleados de salud adultos mayores y activistas del agua tomaron el micrófono para expresar su hartazgo. Cuando un grupo encapuchado intentó provocar violencia, los propios manifestantes los expulsaron, reafirmando el carácter pacífico de la movilización. En Mexicali, el civismo reguló la fuerza de quienes quisieron ejercer violencia, fuera de todo protocolo. La unidad de causas resultó más potente que la idea de encabezar una sola generación: los jóvenes son obligación de todas las trincheras, su protección y cuidado. “La autoridad no debe hacer menos las consignas, sino reaccionar de forma asertiva”.

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El protocolo fue cuestionado por su ligereza. No abordó el tema de la violencia ni sus alcances. Es “ligero” porque evade intencionalmente la regulación estricta del uso de la fuerza, pese a que instrumentos internacionales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, reconocen el derecho de reunión pacífica y obligan al Estado a garantizarlo. No regularlo es permitir la discrecionalidad y el abuso. Ya lo vimos en el Congreso local, donde el uso de la fuerza se desbordó sin regulación clara, y lo acabamos de ver en la manifestación frente al Zócalo en Ciudad de México.

Este escenario obliga a abrir el debate en Baja California: ¿Deben restringirse o regularse las manifestaciones y hasta qué grado? Demos aliento al derecho a manifestarse, busquemos su evolución y progresividad, no lo restrinjamos con protocolos inaplicables. Dejemos las réplicas nacionales. Dejemos la retórica que divide. Seamos un gobierno cercano que escuche y dé respuesta a las causas. El debate no debe esperar a una tragedia; debe ser convocado ahora por el Poder Legislativo y Ejecutivo mediante una consulta pública real e incluyente. Blindar edificios es censura: inhibe la manifestación. Escuchar a la ciudadanía es gobernar. La protesta no es amenaza, es democracia en voz alta.

 

Guillermo E. Rivera Millán es director general del despacho De la Peña y Rivera S.C., y

Fundador de Justicia que Transforma México A.C.

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