En recuerdo de mi hija Ana Velia
Nos fuiste dada como una gratuita concesión del cielo, un ángel con la trémula vitalidad de ser recién nacida; ya eras nuestra huella celular para lo venidero, una sangre de la misma sangre. La réplica amorosa de nosotros mismos.
Te veías tan inerme estrenando el regazo de tu madre, uncida al pecho que te daba vida, con ese flujo nutricio en que se mezclan el amor y el alimento. Y luego nos dabas un lenguaje sin lenguaje, esos sonidos que tienen los lactantes: balbuceos y chillidos, un murmullo intraducible… ensayos de sonrisas; y luego, a intervalos el concerto grosso de tu llanto inacabable… ¡Premonitorio anuncio que se haría vitalicio ya después, cuando estuvieras de lleno en ese tobogán que nombramos el destino!
Muy pronto, en el lugar común de decir “un parpadeo”, dejaste atrás los biberones, las carriolas de muñecas, los coloring books, los dedos “pegostiosos” de la plastilina, las caritas maquilladas de hadas y princesas. Cenicienta Blanca Nieves y hasta los atuendos fashion de la Barbie.
¡Ah, la infancia! Esa trampa de oropel con que la vida nos deslumbra, para después tenernos boca abajo, de cuerpo entero sumergidos hasta el cuello en el dolor y el llanto.
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Y así, de pronto, un día, como el raudo destello de los aerolitos, se te fue la niñez; esa dosis de tiempo todavía indolora. No más ternezas, ni mimos, ni ensueños de reinos encantados. Ya estabas injertada en este mundo de granito y tenías que esculpir en la dureza del terrestre entorno, tu estampa de mujer creciendo, edificar ese abstracto que llamabas tu futuro.
Entraste al torbellino del estudio en serio, el universitas que nos moldea, nos pule; el invento del hombre que destierra la barbarie frente al microscopio, en las aulas, en las mesas calladas de la biblioteca, en anfiteatros, en laboratorios, en tribunas y auditorios. En esos ámbitos magisteriales que son el sumun de la ciencia y la sapiencia: ¡la universidad!
Allí dejaste el último rescoldo de tu edad dorada para entrar de lleno a la erizada ruta de ejercer la “profesión” como todos los vivientes; y como todos los que pueblan este globo, darte cuenta, ya muy tarde, que la vida es un campo minado acechando a cada paso. Ayunos, desvelos, larguísimas ausencias forjando la jornada del trabajo diario: esa epopeya de triunfos y derrotas con sólo el íntimo, el personal trofeo de la tarea cumplida.
Recibiste el toque eléctrico de la injusticia, la sobredosis de la envidia, el escollo insuperable de uno y mil rechazos, y hasta el amargo sabor de los errores propios. Pero tú, con la acerada voluntad de una Atenea, acometiste el empinado camino de hacerte alguien más que sólo una mujer igual, en la infinita igualdad de los humanos.
Allí, en el campo donde se miden los alcances del lenguaje con la dicción precisa, de la verdad multiplicada en el espacio, te vimos con tu voz y con tu imagen florecer en las pantallas, entregándole al mundo las diarias novedades que produce el mismo mundo y que llamamos las noticias. Conquistaste la excelencia con tu carisma natural de comunicadora, y supiste conquistar el proceloso mar de las televisoras sin ceder un ápice tu forma de ser dama. Ganaste por derecho el prestigio de tu nombre.
¡Triunfadora de tu circunstancia, triunfadora de tu vocación, triunfadora sobre todo como ser humano! Transitaste el periodismo, la cátedra y el arte, y, por si fuera poco, supiste ser esposa y madre… algo inaudito en estos tiempos.
Moriste sin fortuna, nada material, nada de lo que llamamos riqueza en este mundo, llevando nada más para tu viaje al cielo que el equipaje de bondades que a diario edificaste.
¡Ay, hija nuestra, mía y de tu madre! ¡Cómo me duele tu vida transitoria! Me duele tu diario dolor de vivir la intolerancia, y el dolor corporal de tu cansancio; la soledad, el dolor impreciso de no saber qué tanto duele lo que duele.
Tu vida fugaz como un destello de aerolito, breve, minúscula en tiempo y perdurable en frutos. Tu vida de sembradora de esperanzas, de labradora de imposibles, de utopías y ensueños…. de buena voluntad perpetua.
En medio de todo, de esta vida que nos tiende una celada en cada paso, un despeñadero de proyectos y enemiga perpetua de todo lo que ansiamos, surcaste valerosa este mar de los sargazos que es el mundo, y alcanzaste la cumbre de tus metas por tu firme vocación de triunfadora.
¡Tu vida final con las manos vacías porque todo lo entregaste… con tu cuerpo machacado y la salud ausente, pero tu alma vigorosa!
Y me duele tu vida porque ya no existe, y me duele tu vida porque se ha perdido. Aquellos que te amamos vivimos nuestra vida sin tu vida, y al faltarnos tu vida con nosotros, nuestra vida también perdió su vida. Dios te haya recibido.
Tu padre,
Juan Bernardo Guzmán Serratos.
(Septiembre 30 del 2025. A un año de tu partida sin retorno)