El horror se vive y se ve en México todos los días y en cualquier rincón de este vasto país. No existe zona franca en la guerra de muerte y venganza que encabezan los cárteles de la droga a través de cientos de células que los integran, y que con sangre y plomo mantienen, pelean o disputan territorios para delinquir.
El terror que generan supera de sobremanera las estrategias de los distintos órdenes de gobierno, cuyos liderazgos políticos fallan en su encomienda de proveer seguridad para los gobernados. Trátese del Gobierno de la República, de la cabeza ejecutiva de cualquier entidad federativa o de los ediles en los miles de municipios, muchos de los cuales están tomados por las organizaciones criminales.
Un país cuyo último presidente carga con la escandalosa, grave y notoria cuenta de 200 mil asesinatos dolosos durante su administración, como lo fue el de Andrés Manuel López Obrador, merece más que condolencias o huecos compromisos oficiales de “investigar hasta las últimas consecuencias”, cuando se trata de masacres que incluyen familias, niños y niñas, a quienes se les arrebata la vida de la peor manera y en la sinrazón de la violencia que impera ante la impunidad y la corrupción que prevalecen en México.
La barbarie quedó evidenciada esta semana cuando en la celebración de la fiesta Patronal de San Juan, el 24 de junio, en Irapuato, Guanajuato, la felicidad de las familias, de menores de edad que gozaban del jolgorio, se vio interrumpida a balazos. El video que era tomado para captar un momento de relajamiento y felicidad mientras un menor de edad entraba al baile, lo que grabó fueron los minutos de dolor, de desesperación y muerte. Balazos a diestra y siniestra que, a la larga, dejaron 12 personas, un niño entre ellos, sin vida, y una veintena de heridos.
Se aprecia en las imágenes del momento y las posteriores, cómo los asistentes a la celebración no tienen armas, no tienen chalecos antibalas, nadie los protege con seguridad o escoltas. Se ven familias unidas por un momento, confiadas en la intimidad de su hogar para tener una fiesta en santa paz. Pero no, en México no es así. Lo que se aprecia son los gritos de ayuda que nadie responde, el clamor por alguna autoridad que no aparece, la desesperación por atención médica que no llega, el grito desolado de una población víctima de la inseguridad que los gobiernos no son capaces ni de combatir ni de contener.
La fiesta de la comunidad en honor a San Juan terminó en una masacre que, pasados los días, sigue en la impunidad, ignorada por las autoridades, desacreditados los hechos al tiempo que los heridos luchan por recuperarse y las familias lloran las ausencias que ese día dejó el ataque armado.
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La Fiscalía del Estado de Guanajuato sólo atinó a informar de los hechos que estuvieron a la vista de todos en los videos que circularon en las redes sociales. Cuántos muertos, cuántos heridos, más de 60 casquillos localizados en la escena… como si esa notarial reacción fuese suficiente para calmar el dolor de las víctimas y los sobrevivientes, quienes pueden dar fe de la insensibilidad de los gobiernos, de la policía que tardó en llegar y no apoyó, de los servicios médicos que arribaron cuando la tragedia ya era fatal para muchos.
Pero ni una masacre como la de Irapuato sensibiliza a la Presidenta de la República para hacer un llamado a la Fiscalía General de la República y a su propia Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, o a su querida Guardia Nacional, para perseguir a los asesinos de familias y dar seguridad a la sociedad.
Todo lo que refieren son frases hechas que revictimizan a quienes perdieron la vida, “se debió a un ajuste de cuentas” informan con suma soberbia en la fiscalía guanajuatense sin decir entre quiénes, qué debían los menores que fueron víctimas del “ajuste”, cuánto debían las familias para ser “ajustadas”. Quién los mató. Quién aprovechó su momento más vulnerable, mientras bailaban al son de la banda, para matarlos. No hay respuestas, hay estigmatización de las personas víctimas de la violencia.
“En realidad fue un enfrentamiento, pero lamentablemente fallecieron niños”, dijo la Presidenta en un dejo de insensibilidad, como si un “enfrentamiento” justificara la muerte y el ataque en Irapuato, y cuando claramente en los videos se ve cómo se trató de un ataque, pues quienes fueron sorprendidos en la fiesta no portaban armas ni seguridad, no respondieron a los balazos, cayeron muertos o heridos.
Entonces, al decir en el Gobierno del Estado, en la fiscalía estatal o desde la Presidencia de la República que se trató de un “ajuste de cuentas” o de un “enfrentamiento”, se justifica la violencia criminal con el estigma que le cargan a las víctimas. “Estaban metidos”, “algo debían”, “se enfrentaron”. Y lo peor, tales actitudes gubernamentales son el augurio de un caso más para la impunidad, en el cual no se identifican a los asesinos, pero sí victimizan a los muertos, a los heridos.
Los cárteles de la droga, sus células criminales, imponen su ley salvaje porque el Gobierno de la República, los de los Estados y Ayuntamientos, se lo permiten al no investigarlos, al justificar las masacres, las desapariciones y las ejecuciones que ellos encabezan, como producto de un círculo criminal en el que andan.
Es lamentable que con tanto aparato policiaco, de los tres órdenes, pero particularmente de la FGR, de la Guardia Nacional y de las Fuerzas Armadas, las masacres sigan cobrando en México la vida de niños y niñas, de familias que festejan a su suerte por gobiernos insensibles e incapaces.