En uno de sus momentos más desafortunados, aunque para él fue un dejo de superioridad, el ex presidente Andrés Manuel López Obrador criticó la portada del periódico Reforma en septiembre de 2020, y cuando avisó que la nota refería las 45 masacres que habían sucedido ese año hasta ese mes en el país sólo atinó a hacer una exclamación pretendiendo minimizar y descalificar el periodismo: “ah, las masacres”, para luego soltar una sonora carcajada. Ese gesto fue una burla del entonces presidente de la República para México y sus víctimas del crimen organizado.
Cada año en el territorio nacional se registran cientos de masacres, asesinatos masivos de dos o más personas, aunque por lo regular se trata de más de seis, de diez, de 17, de 20 ejecutados en un mismo tiempo en un mismo lugar.
Las masacres son la forma de los cárteles de la droga o los grupos del crimen organizado de dejar un fatídico y efectivo mensaje. Matar a todos los miembros de una familia envía un mensaje: los sobrevivientes saben a qué atenerse. Asesinar a un grupo criminal adversario demuestra el poderío de la organización ejecutora; secuestrar, torturar y ejecutar pobladores es lo que sucede con las personas que no cooperan o que colaboran con los adversarios mafiosos. Matar en lugares públicos lleva a su vez el mensaje para la sociedad. Balacear comercios o negocios privados representa no solo un derroche de impunidad por parte de las mentes criminales, es también un directo mensaje a los propietarios, a los criminales que los frecuentan, y un acto de terror para la ciudadanía.
En todos los casos, las masacres suceden al margen de la actuación de las entidades de gobierno y con facultades para investigar, detener, procesar y sentenciar a los criminales que están detrás de las mismas. En algunos desafortunadísimos casos, son elementos de corporaciones o fuerzas armadas los que masacran.
En el pasado sexenio no se tenía una estrategia de combate a la criminalidad organizada integral o que funcionase. El proteccionismo del ex presidente alcanzó a los mafiosos, a los sicarios, a los capos de los cárteles que protegió con la consigna también burlona de los abrazos y no balazos.
Para la presente administración, con apenas poco más de un mes en funciones, las masacres están lejos de ser un mal del pasado. Los narcotraficantes, de manera particular, aunque también hay que anotar aquí a los traficantes de personas, continúan matando a sangre fría. Protegidos por su clima ya normal de tolerancia oficialista al crimen aprovechan la ausencia de una estrategia de seguridad integral para arremeter con más violencia. Concediendo el beneficio de la duda al secretario de seguridad del gobierno de la República, Omar García Harfuch, quien heredó una desmantelada estructura que en nada le es suficiente para combatir al crimen, ha ocupado los últimos días en reuniones con legisladores para cabildear lo que espera sea una reforma que dote de facultades investigativas a la secretaría de seguridad, que hoy son privativas de la fiscalía general de la República. Harfuch inició también creando una subsecretaría de inteligencia, precisamente para buscar, obtener, procesar y almacenar información que le permita, en el mejor de los casos, investigar a los criminales mexicanos.
Pero las intenciones de Harfuch se han quedado en eso… por el momento.
Mientras tanto, los criminales atacan a diestra y siniestra, sin freno ni castigo.
En la última semana, tres hechos de violencia de alto impacto resaltaron. En Guerrero, 17 personas fueron secuestradas en un hecho que fue público y notorio desde hace dos semanas cuando pobladores de Chilapa lo denunciaron. Es evidente que ninguna autoridad actuó en consecuencia. 11 de los 17 aparecieron muertos. Sus cuerpos fueron desmembrados y embalados en bolsas de basura. El mensaje es claro, los desecharon, los torturaron, los mantuvieron cautivos con toda impunidad y con las autoridades al margen.
El hecho criminal fue relevante porque prácticamente al mismo tiempo que se localizaron los cuerpos masacrados, la gobernadora de Guerrero, la morenista e hija de Félix Salgado, Evelyn Salgado, se encontraba en una fiesta, vestida de largo, cantando feliz, complacida y realizada, reflejando con ello no solo la indolencia, sino la inactividad como gobierno para proteger a sus ciudadanos. Las masacres en Guerrero son algo desgraciadamente común.
Días después, en Querétaro, cuatro hombres armados con rifles de asalto entraron a un bar en las cercanías del centro de la ciudad y abrieron fuego indiscriminadamente contra quienes se encontraban departiendo en el centro de entretenimiento. Uno de los hechos que más llamó la atención, es que el ataque con armas largas duró menos de 40 segundos, tiempo en el cual asesinaron a diez personas y dejaron heridas a otras trece. El gobernador del Estado, el panista Mauricio Kuri, salió casi de forma inmediata a informar sobre la atroz masacre y sentenciar a modo de la arenga política, que “no vamos a permitir contaminarnos de lo que está sucediendo en otras partes”, como si no se hubiese demostrado en el sexenio pasado que los balazos no se combaten con palabras.
Los mexicanos no salían del asombro de escuchar a la gobernadora entonar “Si nos dejan” mientras los cuerpos cercenados de once guerrerenses eran arrojados como basura, la antesala de otro suceso en el que en menos de 40 segundos se tomase la vida de tantas personas queretanas, cuando en el Estado de México, otra masacre estaba a punto de suceder. La tercera al hilo en poco más de un mes del gobierno de Claudia Sheinbaum.
Al inicio de la semana, en Cuautitlán Itzcalli, Estado de México, se reportó una masacre también en un bar donde personas se entretenían. Los atacados fueron once. A seis les arrebataron la vida y a cinco los dejaron heridos. Testigos refieren que hombres armados que se trasladaban en dos vehículos, llegaron al bar, entraron y abrieron fuego a diestra y siniestra. Sin embargo, según reportes de prensa, para la autoridad municipal, se trata de “un hecho aislado”.
La tercera masacre en cuatro días no es un hecho aislado. Es una prueba inequívoca de la inacción de las autoridades. Si sucede en Guerrero, puede acontecer en Querétaro y pasar en el Estado de México, porque lo que distingue a esas tres entidades federativas es la impunidad. Independientemente del color de origen de sus gobiernos, la permisividad a nivel federal de la que gozan los cárteles de la droga, los grupos de secuestradores, de extorsionadores, de traficantes de personas, que no son investigados ni perseguidos por la fiscalía general de la República, como tampoco son combatidos por la Guardia Nacional, y hasta el momento, ni investigados por la secretaría de seguridad del gobierno de la República.
La estrategia para combatir a los criminales organizados y los cárteles de la droga debe provenir de la presidencia de la República y la FGR, por ahí está el fuero de sus delitos y la violencia de alto impacto. La primera presidenta de México no puede, como lo hizo su antecesor, continuar evadiendo un fenómeno criminal que mantiene al país en los primeros escaños entre las nacionales más inseguras y violentas que no enfrentan una situación de guerra.
Las masacres ocurren porque no hay autoridad que las investigue, porque los ejecutores no son castigados con prisión, porque es la forma que tienen los cárteles con permiso de “controlar” un territorio donde el plomo es la ley.
Del 1 de octubre, día en que Sheinbaum tomó las riendas del país, al 10 de noviembre en México se han cometido 13 masacres que han dejado más de 100 personas muertas y otro tanto heridas. Ojalá que la mandataria morenista no se burle de estas cifras, esperemos que no ignore o intente minimizar la inseguridad y la violencia, que critique, como lo hace con quienes considera oposición, a los gobernadores o alcaldes que emanados de su partido, actúan irresponsablemente vulnerando a los ciudadanos que los eligieron. Ojalá, porque hasta ahorita, México está ante las fauces del crimen organizado. Como evidencia, las masacres.