Llegué a Tijuana a los siete años de edad; una ciudad de 20 mil habitantes en un caluroso agosto, que trajo como colofón una plaga de pulgas, pues las calles no estaban pavimentadas y había mucha tierra y polvo, propicios para la pandemia. Habíamos descendido de un tren que nos trajo en agosto de 1946 de la Ciudad de México, donde habíamos perdido todo el capital bien ganado en Chihuahua.
Mi padre rápidamente se echó unas cobijas al hombro que le fio mi abuelo, y en un día de ardua labor se ganó 100 dólares, los cuales fue a jugar al Jai Alai y los perdió. Eso hizo que no tuviéramos para comer en un día y también fue la lección que aprendió Don Rafael para nunca más volver a jugar de apuesta.
Mi casa era pequeñita y estaba en la encrucijada de la calle Segunda y Avenida F, punto céntrico de la ciudad a donde acudían los más pobres correligionarios, que prácticamente no tenían para comer y acudían a recibir gratuitamente los experimentos de la comida de mi madre.
No sé si te dije antes, querido lector, que yo nací cuando mi mamá tenía 15 años y que básicamente ella, mi hermano Julio y yo crecimos juntos. Fui a la escuela Miguel F. Martínez, que era y es pública, donde todos los niños veníamos de familias de migrantes que llegamos a Tijuana en busca de oportunidades. Recuerdo que el que gozaba de mejor economía era Alfonso de la Torre, cuyos padres eran dueños del mercado La Canasta, y que tenía guantes, bates y pelotas de béisbol, lo que lo hacía popular y apreciado.
Desfilaron en mi primaria la maestra Rendón, Rolón, Centeno, Quintero y otros en los que mi memoria flaquea. Yo pensaba que era normal vivir en una casa pequeña, al borde de la calle, y acudir a una escuela donde prácticamente todos teníamos el mismo nivel socioeconómico y comíamos los pirulís que nos vendían a la salida de clases. Nadie usaba ropa de marca (si es que en ese tiempo existían las marcas). Ningún compañero podía presumir de tener más que los demás. Los salones eran de 70 alumnos, separados en grupos de mujeres y hombres, y mi padre me pagaba con un libro o dos a la semana, dependiendo de mis calificaciones. Así pasaron por mis manos Salgari, Julio Verne, Alejandro Dumas y todos los libros de aventuras que podía devorar.
Un día, el Sr. Jack M. Sweed, propietario de “Sweed imports” en la Av. Revolución, nos invitó a su casa. ¡Tenía jardín con columpios y juegos infantiles que yo nunca había visto ni soñado que pudiera tener acceso! Fue la primera vez que descubrí que había riquezas que yo no conocía.
Por una disputa con el maestro Roa, me salí en sexto de la escuela Miguel F. Martínez y me fui a la Lázaro Cárdenas, que está en la avenida C, donde curiosamente confluían en la misma manzana la catedral, una tienda de novias, la escuela, la cárcel y un sindicato; extraño conjunto folclórico de una ciudad pequeña.
En la Lázaro Cárdenas estudié con la maestra Angelina Aros en un grupo mixto donde conocí a los hermanos Chong, a mi cuate Bracamontes y su hermana Armida, y al legendario profesor Pompa. No era extraño ver saltar presos de la cárcel al patio de la escuela, por donde escapaban de su prisión.
En la secundaria, la estudié en el Colegio Hebreo Sefaradí en México y conocí a Tomas Ferri Goldstein, quien me invitó a pasar un fin de semana en su casa de Cuernavaca. ¡Imagínate, lector, Tomás tenía dos casas y una de vacaciones de fin de semana, donde había abundancia de vegetación, alberca y muchas comodidades más! Así pues, a los 14 años me di cuenta finalmente de que yo era pobre, pero nunca lo había sentido hasta que comparé sin envidias lo que otras personas tenían acceso y mi familia no.
En la secundaria terminé siendo el presidente de la sociedad de alumnos. Buen estudiante, uno de los mejores deportistas, tuve varias novias y era popular; lo que me hacía ser admirado por ricos y pobres, y evitaba que yo deseara algo de los demás, pues con los 100 dólares que me mandaba al mes mi papá me alcanzaba para pagar la colegiatura, la casa de estudiantes donde vivía y los teatros que me encantaban, pues era admirador de Nadya de Haro Oliva, una preciosa francesa que hacía vodevil y a cuyos espectáculos nunca fallaba.
A través del tiempo rememoro esa época en que me sentía satisfecho con amigos y cuidado por mis padres, siendo lector inagotable. En mis cumpleaños, recibía ropa de regalo cuando yo esperaba un juguete u otra cosa, pero aun así fui feliz y nunca supe plenamente que era pobre.
José Galicot es empresario radicado en Tijuana.