Fue la persona más buena que he conocido, la Señora Margarita Ramírez Flores. Alta cuando joven. De sonrisa franca. Trabajadora a más no poder. Humilde. De rancho y sin preparación, pero con la sabiduría que solo la vida puede dar. Mujer, pero ella decidió por encima de eso, ser madre, con las renuncias y sacrificios que conlleva. Sin un porvenir claro, mucho menos asegurado, se enfrentó a todo tipo de problemas para sacar adelante a sus cuatro hijos. Limpiando casas, lavando y planchando ropa ajena, haciendo tortillas a mano para vender, cocinando. Trabajando siempre.
Sin fortuna propia. Con la seguridad de que su padre le había dejado un inmueble en el pueblo, pero sin la mínima intención de reclamarlo a sus hermanos, porque por encima de los bienes materiales estaba su familia, a quien siempre procuró, sin ningún tipo de interés. Platicaba que ella había sido hija única, y que, fallecida su mamá, su papá se había vuelto a casar, con el consecuente trato notoriamente diferenciado hacia ella por no ser sangre de la nueva pareja.
Tuve la oportunidad de conocer esas tierras y la dureza del trabajo de campo, donde se forjó.
De mirada franca, buena. Sin posturas rebuscadas. Seria. Reservada con casi todos pero muy cariñosa con su hija e hijos, y con todos sus nietos, más con los que tuvieron la fortuna de tenerla cerca y disfrutar de su presencia y atenciones. De sus manos cansadas no salía otra cosa más que trabajo, buenos tratos y excelentes comidas, que cuando tenía oportunidad, preparaba con todo su amor para su familia.
Nada de actitudes pretensiosas o frívolas, como ahora abundan. Tampoco groserías ni faltas de respeto. Siempre consciente del suelo que pisaba y amable con sus amistades a quienes les prodigaba un cariño auténtico, agradeciéndoles que le brindaran su sincera amistad, tanto a ella como a su hija e hijos.
Siempre le saqué la vuelta a los panteones, evitaba voltear cuando pasaba por uno. La misma reacción tenía cuando pasaba por una funeraria, o cuando percibía el olor de las flores de cempasúchil. Era como si me tratara de convencer que esos lugares y esas fatalidades no me sucedían a mí, que eran para otros, no para mí…. hasta que sucedió, en marzo pasado.
Es un soberano trancazo que te propina la vida inmisericorde. Sin miramientos. Sin avisar. Es como si un gigante, con un mazo, te golpeara con todas sus fuerzas en la cabeza, perdurando el dolor y sus efectos por semanas, que luego se convierten en meses.
Cuando sucede te das cuenta que la línea entre la vida y la muerte es extremadamente delgada, invisible e imprevisible. Que de estar acostumbrado a la vida y a lidiar con sus vicisitudes, de golpe te ves forzado a doblegarte, a arrodillarte ante las leyes eterna y natural, que ningún permiso te piden para manifestarse y mostrar su supremacía infalible, ni les importa lo que suceda contigo. En ese momento te das cuenta que eres insignificante y pequeño en extremo, ante la enorme fuerza del universo.
Mis hermanos y un servidor nos enfrentamos a eso, al hecho de que nuestra madre había partido. Es muy doloroso y triste pasar por ello, y al mismo tiempo organizar todo para darle cristiana sepultura, lo que ni siquiera te permite vivir el duelo. Varios días convivimos con el olor a flores, a funeraria, a tierra de panteón.
Es ahí cuando aprendes a respetar el dolor de tus semejantes. Antes de ese momento no los ves, ni les tomas importancia, pero todos los días alguien pierde a un familiar. También todos los días alguien visita un panteón y lleva flores. También alguien extraña a quien se fue… y mucho.
Duele la quijada por apretar tanto los dientes… y la frente por fruncir el entrecejo, aparentando… pero al mismo tiempo tratando de entender, de comprender, de encontrarle lógica a lo sucedido, lamentándose por no prevenir lo suficiente, por no adivinar… el hubiera no desaparece. Te despiertas y piensas en ella, y también es la última imagen en tu mente antes de dormir. No te acostumbras a su ausencia, y la buscas entre la gente, en la calle. Encuentras a alguien con parecido físico, con sonrisa similar y te emocionas, para luego darte cuenta que no es… que no puede ser… pero ni así dejas de buscar instintivamente… aun cuando sabes que nunca más la verás. Nunca más te dará o te corresponderá un abrazo, ni te mirará dulcemente, ni te dará ánimos para seguir, ni te mostrará su preocupación por ti. Nunca más.
Es un vacío que nunca se va a llenar. Es un agujero profundo y doloroso en el corazón, causado por la eterna ausencia.
En noviembre de 2015 le escribí una carta como pequeño homenaje, que me hicieron el favor de publicar en este mismo medio, con motivo de su cumpleaños. Se la entregué y le dio mucho gusto leerla. La recortó y la guardó emocionada en su monedero. Quisiera en el alma que en esta ocasión se debiera al mismo motivo.
Madre, desde donde estás, dame la fortaleza necesaria para continuar sin ti, hasta el final de mi existencia.
Siempre te amaré, madre.
Agradezco la atención.
Atentamente,
Alfredo Flores Ramírez
Tijuana, B.C.