A casi 20 años del asesinato del editor de ZETA, su muerte se pierde en las cifras y expedientes empolvados de la FGR, aguardando el olvido
En este país no se puede ejercer el periodismo de una forma libre y crítica sin tener cicatrices, sin haberse desangrado metafórica y literalmente hablando, sin haber probado lo amargo del dolor y la rabia de la impunidad.
Ser asesinado por informar no tiene nada de romántico, y las autoridades no deben subirse al discurso del reconocimiento y del heroísmo, pues son partícipes por acción u omisión en la injusticia.
El 22 de junio de 2004, el Cártel Arellano Félix volvió a atentar contra un compañero de ZETA de la forma más cobarde y desalmada: lo asesinaron mientras tenía la guardia baja, apoyando a sus hijos para acomodarse en su discreto vehículo color azul.
El único “crimen” de Francisco Ortiz Franco, fue exhibir de forma sustancial cómo el narcotráfico se había infiltrado de tal forma en el gobierno, que por un monto de 70 mil dólares tuvo acceso y registro de sus rostros y nombres dentro de las bases de datos de la Policía Ministerial del Estado. Es decir, estaban registrados como policías.
Las 27 fotografías de integrantes de los Arellano Félix fueron expuestas en ZETA como una evidencia clara del contubernio del gobierno panista y del grupo delictivo entonces dirigido por Francisco Javier Arellano Félix, quien, por medio de su jefe de sicarios, Arturo Villarreal Heredia, se presume ordenó apagar la vida de Ortiz Franco.
El Tigrillo y El Nalgón, como eran conocidos en el hampa, vieron agotado su poder con el paso de los años hasta que finalmente fueron capturados, a saber en aguas internacionales, por múltiples delitos relacionados con tráfico de drogas. El Gobierno de Estados Unidos tenía un fuerte caso contra ambos, pero en México gozaron de la normalizada impunidad.
Rosario Mosso, coeditora de ZETA describió a Francisco Javier Ortiz Franco, como “mesurado, tranquilo, analítico, persistente, ético, lector empedernido, enamorado de las palabras y amante de las exclusivas. Sin afanes protagónicos como editor general, era la voz de la razón que daba rumbo a las pasiones del trabajo periodístico de ZETA al interior del Consejo Editorial”.
Todas las virtudes que un periodista quisiera tener y que si las trasladamos a cualquier profesión, serían obligatorias para el éxito, pero en este caso su periodismo implacable le costó la vida. Así es el mundo al revés en México, donde la libertad de expresión se protege en la Constitución, pero las letras se desdibujan al primer proyectil.
Pancho Ortiz no buscaba ser un héroe, sino un cambio en la sociedad, exhibir la corrupción para que no se repitieran. Quizá buscaba que la edición de ZETA de esa semana tuviera un buen ejemplar que compartir a los lectores.
Ortiz Franco dio la vida por lo que creía, pero sus creencias resultaron incómodas a un gobierno que durante los primeros años simuló una investigación, atrayendo el caso a la entonces Procuraduría General de la República (PGR, hoy Fiscalía) y finalmente lo dejaron empolvarse en un escritorio a 3 mil kilómetros de distancia.
A estas alturas, el caso sólo queda vivo dentro de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión (FEADLE) de la FGR, donde se encuentra descansando y sin diligencias sustanciales que apunten al responsable del crimen del compañero caído.
Desde estas páginas recordamos otro año más a Francisco Javier Ortiz Franco, editor general y una de las plumas agudas que han hecho grande a este Semanario. Su recuerdo se vuelve un acoso constante e incluso neurótico por la verdad, por el compromiso con los lectores, sobre todo el uso del periodismo como un factor de cambio social a través de la denuncia estruendosa y cruda, como lo han sido las páginas de ZETA por más de 40 años.