La historia del Padre Gabriele Amorth es fascinante. Lástima que el director Julius Avery apenas la abordó a través de una película que funciona porque tiene buen punto de partida, pero se pierde hacia la segunda mitad, y, sobre todo, con ese final tan estrambótico.
Amorth escribió dos grandes libros de sus memorias: “Un exorcista cuenta su historia” y “Un exorcista: más historias”. Ambos títulos destacan un caso específico que data a 1987; se supone que en eso también se enfocaron los guionistas Michael Petroni y Evan Spiliotopoulos.
Así es como conocemos a Julia (Alex Essoe), una mujer que recién enviudó y por lo mismo viaja a Castilla para rehabilitar una inmensa casa que su difunto esposo le dejó. Su idea es restaurar la propiedad y venderla, al ser lo único que tiene para sacar adelante a su hija adolescente, Amy (Laurel Marsden), y al más pequeño, Henry (Peter DeSouza-Feighoney).
Henry tiene un trauma que le ocasionó un mutismo. Vio a su padre embalado en el accidente de tránsito en el que falleció. Sin embargo, el verdadero problema para esta familia comienza cuando los trabajadores en la casona, sin saberlo siquiera, liberan a un demonio que posee al niño, y es el Padre Esquivel (Daniel Zovatto) el primero en atestiguarlo.
El reporte pronto es atendido desde el Vaticano por el Papa (Franco Nero), que, aunque no se nombra, por la fecha de los acontecimientos, debió ser Juan Pablo II.
Consciente de la complejidad del caso, el Sumo Pontífice envía al Padre Amorth a atender al chico, luego vienen una profunda investigación sobre la Abadía que alguna vez ahí existió y el acceso a una bibliografía que sólo el Vaticano puede conceder.
Aquí lo más interesante: un planteamiento donde una posesión se considera la base de atrocidades históricas capaces de hacer que la humanidad pierda la fe. En específico se habla de la inquisición ordenada por la Reina Isabel, bajo la consejería de un fraile derrotado por un exorcismo.
Este tipo de subtramas son muy rescatables, además de una formidable actuación de Russell Crowe como el sacerdote ocurrente y dicharachero que era Amorth. Lástima que Avery optó por el camino fácil, con efectos especiales que abaratan el desenlace y pierden la concentración de la joya narrativa que el realizador tenía en sus manos.
Una última recomendación: vean esta cinta en inglés. La voz demoníaca de Ralph Ineson cada vez que Henry abre la boca es lo más terrorífico que hay aquí. Último dato curioso: Producciones Loyola participó en este largometraje. Bien por los jesuitas, que siempre lo hacen a uno pensar más allá de lo convencional. ***
Punto final. – Adiós, Cinépolis de Otay.