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jueves, febrero 15, 2024
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Defensa

A Manolo Tirado le decían “El Manotas”. Operaba en Mazatlán. Utilizaba a Lilí Rochín y Aldo Torres como “correos”, vendiendo, transportando y entregando droga a quien mejor la pagara. Un cliente especial era Fabián Martínez, “El Tiburón”. Histórico ya por su renombre como pistolero en el Cártel Arellano Félix. En 1987 hizo un pedido. 200 kilos de cocaína. Surtidos inmediatamente. Pureza garantizada. Pero cuando cruzaba la frontera Tijuana-San Ysidro, ya lo estaban esperando “migra”, aduanales y los del escuadrón anti-drogas DEA. Cayó fácil. Como “out” por elevadito al “fielder”. Se extrañó. Tantas veces pasó la Línea Internacional y nada le sucedió. Le decomisaron cocaína, pistola y ametralladora. Me imagino su dolor al ser visto por tantos tijuanenses cuando cruzaban la frontera. Esposado y con las manazas de los policías en sus brazos. Seguramente esa no era su preocupación. Le calaba a más no poder zafarse de los agentes tal y como fácilmente acostumbraba en México.

Total, se lo llevaron a prisión. A la hora de ir a Corte, de mucho le sirvió su experimentado abogado. Terminó con una sentencia de 18 meses en la céntrica prisión federal de San Diego, California. Fabián “apechugó”. No protestó. Sabía bien que por esa cantidad de cocaína muchos pasaron y pasan años enrejados. Todavía no me explico por qué tan bondadosa condena. Y más: Normalmente le cancelan el pasaporte y deportan de por vida a los sorprendidos acarreando droga. Fabián no tuvo ese problema. Quién sabe cómo le haría, pero tuvo nuevamente la forma legal para cruzar la frontera cuantas veces quiso.


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Durante su estancia obligada en prisión, ni la lucha le hizo por escaparse, escandalizar o querer dominar a los enjaulados. Le conformaba por lo menos que la noticia de su captura no se supo en Tijuana. Los periódicos no publicaron nada. Hecho curioso y para su ventura, los estadounidenses no informaron a los periodistas.

Estando en la cárcel le llegó la novedad: Acompañado de un mentado Alfredo, Aldo Torres ejecutó a Lilí Rochín. Así se apoderó de un buen cargamento que andaba negociando en territorio californiano. Pero la policía capturó al tal Alfredo y, cosas de la vida, lo refundieron en la misma celda con Fabián. Se conocían de vista y por eso empezaron a tratarse. En una de esas, el nuevo prisionero se sinceró diciéndole: Aldo Torres estuvo en la Policía Judicial del Estado en Baja California. Era informante de la DEA. Andaba en dos aguas. “Él te puso dedo con los gringos”, y eso encorajinó a “El Tiburón”. Seguramente pensó en la venganza. Tal vez “… en cuanto salga, me las pagará”.

Fabián cumplió su condena. A los pocos días, Aldo Torres estaba por entrar a su casa en Tijuana. No pudo. Hasta ahí le llegó la vida. Tres hombres armados con ametralladora lo ejecutaron. Fue en la tarde. Huyeron. Nadie vio para dónde ni fueron perseguidos. Y como miles de asesinatos, el de Torres se ahogó en la charca pestilente del olvido.


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Supe de otra ejecución. “El Chino” Díaz vivía en el Fraccionamiento Las Palmas y era hijo de un diplomático. Tenía varios autos con escondrijos para acarrear marihuana y cocaína a Estados Unidos. Pero no supo administrar los dólares. Gastaba más de lo que ganaba. Por eso terminó endeudado con “El Tiburón”, que era el dueño de la droga. Fabián no quiso vivir de promesas ni sudar camiseta ajena. Congeló a “El Chino”. No más cocaína ni marihuana hasta cuando pagara. Entonces alguien le fue con el chisme a Fabián. “Díaz está trabajando para ‘El Mayo’ Zambada”. Otra vez hizo berrinche “El Tiburón”.

Fabián llamó a sus amigos Alfredo Miguel Hodoyán Palacios, Gustavo Miranda Santacruz y Merardo Francisco León Hinojosa. Era febrero del ‘95. “El Chino” salió de una peluquería en el bulevar Agua Caliente. Estaba por treparse a su Grand Marquis blanco. Le cayó el grupo. Otro manejó el auto y todos arriba. Rodaron por la carretera libre a Ensenada. Llegaron hasta la desviación terregosa de un llano a donde iba a practicar el tiro al blanco. Bajaron y empezaron a recriminar a “El Chino”. Parecía que todo quedaría en “echarle la aburridora”. Para su desgracia, apareció un Toyota negro y veloz. Bajó como de rayo Emilio Valdés Mainero, colérico y maldiciendo. Se plantó frente a Díaz. Le sacó la pistola que traía fajada y sin decir nada le disparó en plena cara. Ahí murió el famoso “Chino”. La policía lo conocía cuando llegaron al lugar del crimen. Sabía con quiénes andaba. No necesitaban preguntar por qué y quiénes le mataron. Pero como siempre: ejecución a la luz del día y olvido.

Así, los Arellano y sus pistoleros casi nunca se escondieron para matar. La soberbia y el amparo de la policía se los permitía. Estaban desatados. Siguieron el ejemplo de Ramón. Después no los pudo controlar. Lo rebasaron. Mataron tanto y se mataron entre ellos mismos.

Después de arrebatarles la vida a muchos, Fabián Martínez, “El Tiburón”, se quitó la propia en Zapopan, Jalisco. Acorralado por la policía luego de ejecutar a un sinaloense, prefirió muerte y no prisión. Emilio Valdés Mainero está encarcelado en Estados Unidos. Quedará libre casi a los 70 años de edad. Uno de los Hodoyán vive en “La Palma” y otro fue secuestrado frente a su señora madre. Gustavo Miranda Santacruz pasa su existencia inmóvil del cuello a los pies luego de ser balaceado por Fabián cuando “hacía cola” para cruzar la frontera. Nada se sabe de Merardo León Hinojosa.

El 10 de febrero quedé sorprendido. Ramón Arellano Félix fue muerto en Mazatlán. Ninguno de sus pistoleros estrellas le acompañó. El 9 de marzo, el Ejército Mexicano capturó a Benjamín en Puebla. Tampoco lo protegían sus preferidos matarifes del Barrio Logan. Eso me empujó a preguntar aquí y allá. Hasta cuando supe cómo se suicidó “El Tiburón”. Pero no tengo informes dónde anda Fabián Reyes Partida “El Calaco”, otro peligroso pistolero. Los hermanos Merardo y Arturo León Hinojosa eran efectivos ejecutando. Tampoco sobre los desalmados “loganeros”.

“Los mataron antes que a Ramón”, me comentaron unos compañeros periodistas. Se escondieron”, supusieron otros. Y la repetida hipótesis: “Son testigos protegidos en Estados Unidos”. Pero como sea, no hay razón ni rastro de ellos. Muchas personas han sido ejecutadas en Tijuana y Mexicali. Pero no es el clásico estilo arrellanesco. Aparte, la mayoría de las víctimas son desconocidas. Y los identificados ni los reclaman para darles cristiana sepultura. Terminaron en la fosa común, clara señal de fuereños. Aparte, personas harto conocidas fueron asesinadas. Pero el motivo se acerca más al secuestro y se aleja del narcotráfico. Los casos de Juan José Palafox, agente de Seguridad Nacional, y Alberto Ramírez Montes, son los más parecidos a la forma y costumbres del Cártel Arellano Félix. Al primero, de carro a carro en la calle Coronado de Lomas Agua Caliente. El otro, cuando llegaba a su residencia en calle Plomo número 16406-A de la Colonia Los Álamos. Pero no hay una seguridad absoluta de su autoría.

Esto me empuja a considerar primero, la ausencia de los tradicionales matarifes de Arellano Félix. Hay nuevos. Y, segundo, las víctimas serían en su mayor número de los cárteles Carrillo Fuentes y Cárdenas Guillén. No tantos de Ismael “El Mayo” Zambada. Casi nada o nada de “El Güero” Palma o “El Chapo” Guzmán. Esto en razón de los decomisos grandes de marihuana o cocaína realizados por el Ejército Mexicano. La mayoría venían de Monterrey en ruta de Ciudad Juárez o Nuevo Laredo. No tanto de Sinaloa.

Después de todo, es preciso aclarar el lenguaje oficial transmitido por prensa, telediarios y radionoticieros. El Gobernador del Estado, Licenciado Eugenio Elorduy y sus colaboradores afirmaron: “Las ejecuciones son por el reacomodo de los narcos”. Totalmente falso. Eso sería si algunos o muchos fueron desbancados y reclamaran su lugar. Simplemente se trata de una nueva forma del Cártel Arellano Félix. Menos violencia en las calles. Secuestro, tortura, confesión, ejecución en silencio y abandono de cadáver. Están enfrentándose a los intentos de invasión. Nada de reacomodos.

 

Escrito tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas,

publicado por última vez en octubre de 2010.

Autor(a)

Jesús Blancornelas
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