En estos momentos, y desde hace algunos años, aunque recrudecido en los últimos dos, el problema principal de Baja California es la inseguridad. En términos de fenómeno social, la violencia desatada por la impune actuación de tres cárteles de la droga en esta región del país, impacta a estados vecinos y a la sociedad en general, con muerte, inseguridad, extorsión, criminalidad y delincuencia.
No es un asunto menor ni novedoso, pero abordado con cierta falta de visión para encontrarle ya no se diga una solución, sino una estrategia de contención que sea tan ejemplar, que inhiba la comisión de delitos en Baja California.
De manera tradicional, desde la activación del Sistema Nacional de Seguridad en el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, la Mesa de Seguridad en los estados, la encabeza el titular del Poder Ejecutivo, quien se asume coordinador de las fuerzas y corporaciones policiacas e instituciones de procuración de justicia, para planear una estrategia coordinada para combatir la criminalidad.
El primero en fallar en el combate a la inseguridad en Baja California, fue Francisco Vega de Lamadrid. Durante su gobierno se desentendió del tema y se dedicó a hacer negocios, concesionar obras, Asociaciones Público Privadas, contratos y cualquier convenio que el Estado pudiera firmar para evadir su responsabilidad y alquilar el cumplimiento de obligaciones y compromisos.
En la Procuraduría General de Justicia del Estado, mantuvo durante seis años a una magistrada con licencia que, pese a haber sido la primera mujer en la Secretaría de Seguridad de Tijuana, poco conocía del tema -menos lo abordaba- y relegaba en los subprocuradores la tarea de investigar, judicializar, presentar ante el Poder Judicial y elaborar la estrategia para combatir la inseguridad en Baja California.
Posteriormente, al Poder Ejecutivo llegaría Jaime Bonilla Valdez, y en dos años, logró no sólo desmantelar la estructura para el combate de la inseguridad y la prevención ciudadana del Gobierno del Estado, sino que se mantuvo al margen de las Mesas de Seguridad de manera intermitente durante muchos meses. Fuese porque un General no era de su agrado, o porque simplemente no tenía nada que coordinar al haber retirado el área de seguridad de la esfera gubernamental, no fue un tema prioritario en su bienio.
Desde que estaba en campaña, Marina del Pilar Ávila Olmeda, gobernadora de Baja California, compartió una visión: dar marcha atrás a la fusión de la Secretaría de Seguridad Pública del Estado, a la Fiscalía General del Estado, creada a finales del sexenio de Francisco Vega de Lamadrid. Justificó la mandataria estatal, que un gobierno no puede prescindir de una corporación policíaca y un sistema de seguridad para prevenir la inseguridad en sus municipios.
Además, como responsable de la administración pública en la entidad, con la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, sería ella quien personalmente coordinara los esfuerzos de los tres órdenes de gobierno en las Mesas de Seguridad.
Tal moción, por supuesto no fue del agrado de quienes crearon la FGE y fusionaron en esta la SSPE y la PGJE, como lo fueron el ex gobernador y el ex secretario general de Gobierno, pasando por el fiscal general, Guillermo Ruiz Hernández. De hecho, hacia finales del bienio bonillista, estaban convencidos que eso no sucedería, que la estructura seguiría por la que ellos dejaron y, de intentar cambiarlo, aprovecharían la influencia que tienen en los ayuntamientos para no aprobar la reforma que, de hecho, la gobernadora presentó al Congreso del Estado el mismo día de su toma de posesión.
La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, va. La gobernadora Ávila cumplirá su compromiso, le pese a quien le pese.
A estas alturas, con enero de 2022 como fecha a arrancar operaciones en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, ni gobernadora ni fiscal, se han sentado a delimitar los alcances que tendrá una institución y la otra.
El fiscal general del Estado, Guillermo Ruiz Hernández, es quien mantiene por ahora el control sobre las instituciones, tanto procuradoras de justicia, como operativas y preventivas, acciones estas que se trasladarían a la Secretaría de Seguridad, y es de esperarse, con todo e infraestructura, presupuesto, equipo y personal, con lo que la FGE quedaría reducida en una parte considerable.
En estas condiciones, en una democracia y en un estado respetuoso del Estado de Derecho, lo ideal sería que gobernadora y fiscal acordaran los términos de la escisión de la Secretaría de Seguridad, para que continúe la coordinación futura en óptimas circunstancias.
Pero no. Ni la gobernadora le ha pedido al fiscal acudir a una cita con ella para ver el tema de fondo, ni el fiscal se ha acercado a ella para solicitar audiencia y participar de la escisión.
Este distanciamiento institucional, que cualquiera podría decir que es respetar -finalmente- la autonomía de la FGE, está resultando incómodo y podría tornarse dañino para el combate a la inseguridad en el Estado.
Igual, el fiscal general no tiene por qué ser enterado, pero desconoce los términos de la iniciativa presentada por la gobernadora al Congreso del Estado para la creación de la SSPC. Aunque lo supone, no sabe cuáles áreas le quitarán de su fuero, cuánto dinero específicamente ya no tendrá en su presupuesto y equipo, y cuánta infraestructura perderá la FGE.
Este distanciamiento, a saber, si deliberado o programado en la agenda de arranque de la gobernadora, es el pronóstico de una descoordinación futura, donde la Secretaría de Seguridad andará por su camino y estrategia, alejados de la Fiscalía General del Estado, cuando lo que deben, es sumar esfuerzos para combatir la criminalidad organizada, el narcotráfico, los asesinatos, los secuestros y la comisión de otros delitos en Baja California.
Mala señal, de entrada, el distanciamiento entre gobernadora y fiscal. A menos, claro, que lo que quiera la mandataria es que el fiscal entienda y ponga ante el Congreso del Estado, su renuncia. Y de repente, Guillermo Ruiz Hernández pasó de ser el fiscal compadre, al fiscal incómodo.