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sábado, febrero 17, 2024
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La belleza

Desde chamaca era bonita. Todos la chuleábamos. Nunca la vi chamagosa ni desarreglada. Siempre bien prendidita. En primaria, zapato de charol. Trenzas rematadas en moño de seda. Pero a sus 15 nos atarantó de tan bella. Dos tres años después cualquiera se estremecía nada más con verla. Cuerpo sin tacha. Calzó con tacón alto y delgadito. Resaltó sus torneadas y morenas piernas. Pasos más largos y cadenciosos. Sensuales. No más crinolina. Tafetán. Ni hacía falta escote para mostrar las bondades físicas. Cinturita. Ceja bien pintada. Polveada sin exageración. Labios carmesí. Colorete discreto en las mejillas. Peinado alto. Coqueto. Provocaba más admiración sin derrapar en las puntadas lujuriosas. Desdeñosa a los silbidos de la época “fiuuú-fiuuú” o al piropo clásico de “adiós, mamacita linda”. No se tibiaba. Su indiferencia era como latigazo. Con la ventaja de que ni nos dolían. Uno tras otro de mis amigos la pretendió. “Retírate por favor”. “Ahí viene mi papá” o “Ya tengo novio”. Así los ponía quietos. Por eso yo ni le moví. Conmigo no pasó de “buenos días” y “buenas noches”. Eso sí, era muy amable durante los bailes o tardeadas. Lo hacía con clase. Rechazaba enojada a chilapastrosos y medio tomados. Recuerdo no haberla visto acaramelada durante los cadenciosos boleros o danzones. Nada de arrejuntaditos. Le desagradaban los manos-largas. Eso bailaba alegremente y con mucha armonía cuando era a ritmo de mambo. Tenía chispa. Pero ni modo. A las diez de la noche se retiraba. Siempre iba su padre por ella. Así que los pretendientes fracasaban. Ni esperanza de acompañarla. “Está igualita a Rosana Podestá”, decía un amigo. La comparaba así con tan guapísima artista de los años cincuenta.

Entre todas resaltaba. Nada más terminaba la jornada y a estudiar. Se graduó de enfermera. Estuvo en la principal clínica de San Luis Potosí aquellos años cincuentas. Entonces sí, de cuando en vez traía acompañante. Trajeados. Bien peinados. Se me figuraban doctores o en esa etapa de servicio social. Pero no llegaban a romance formal. Dejé de verla cuando entré al periódico para trabajar como aprendiz. Le fui perdiendo la huella. Ya no platicaba con mis amigos de la infancia. Teníamos horarios diferentes. Ni los fines de semana. Ellos no trabajaban y yo cargaba con la tarea de reportear en las competencias deportivas. Además, la clínica donde trabajaba la belleza estaba fuera de mi diario caminar.


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Ya desde Tijuana resultaba más difícil preguntar por ella. Era muy caro llamar por teléfono. Sólo me carteaba con madre y novia. Por eso se me fue borrando de la memoria aquella belleza. Hasta caer en el olvido. Un par de años luego me visitó un amigo. Iba de paso a Los Ángeles. Me soltó la novedad. “¿Te acuerdas de ella… de nuestra Rosana Podestá?” A mi respuesta de “claro” vino la explicación: Pues de repente ya no trabajó en la clínica y apareció muy bien vestida. Llegaba a casa en auto de galán o taxi. De indiferente se volvió altanera hasta caer en lo grosero. Luego me dijo casi en secreto. “La corrieron de su casa. Dijeron que abortó pero a mí no me creas. Lo cierto es que se desapareció. Ya no vive en San Luis”.

Pasaron 10 años. Fui empleado en El Imparcial de Hermosillo. 1974 y 75. Viví provisionalmente en el que fue Hotel Internacional. Luego Villa Satélite. Bulevar Juan Navarrete. Muy a gusto. Vecinos amables. Compañeros de primera. Dos veces por semana de gira con el Gobernador, Licenciado Carlos Armando Biebrich. Siempre en avioneta. La tripulaba uno de sus hermanos. De tantos viajes nada más una vez casi se desploma nuestro aparato en la serrana Moctezuma. Sentí el frío de Nacozari y Naco. La calidez de Huatabampo. Tan hermosa quietud de Álamos. El misterio de los Seris frente a la Isla del Tiburón. Los mariscos de Guaymas. Sabrosas carnes asadas de Xochimilco. El Dorado con el inolvidable Chapito o La Siesta. Me encantaba ver desde el avió el bien trazado Cajeme y las pláticas en Valle Grande. Nogales hacía que recordara a Tijuana. Encontré amabilidad de Bacadehuachi. No se diga Sahuaripa donde como en muchas partes nos recibían con “…ya vine de donde andaba, se me concedió volver”. Absorbí hasta donde pude la sabiduría política de Navojoa. Me harté con excelente camaroniza en Puerto Peñasco. Las conservas en Magdalena de Kino y admiré las guapuras de Caborca y Santa Ana.

Total. Cierto día al terminar una de esas giras fui a escribir. Esperé que revelara e imprimiera mi amigo fotógrafo Pancho Santacruz. Entregamos nuestro material. Revisamos la edición. Luego invité a mis compañeros de talleres. “Vamos a echarnos unas cheves”. Terminada la jornada trepamos en tres autos. Algunos se apretujaron en mi Volkswagen. Nos fuimos al histórico burdel de la Lucila. Entonces a orillas de la ciudad. Era una de varias casonas. Para entrar había que desembolsar a cambio de dos cervezas. No se me olvida. Así amarraban el consumo mínimo. Luego un pequeño zaguán y ¡zas!, de golpe, el gran salón. Enorme barra. Damas por todos lados. Ni falta les hacía el letrerito de “vendo caro mi amor”. Ocupábamos dos que tres mesas. Y aquel era un agradable relajarse. Olvidando presiones, teclazos, subidas y bajadas del avión, apuros para armar el periódico. En fin.


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Lo estelar en aquella casona era la variedad ya pasada la medianoche. Siempre una hermosa bailarina. Exótica les decían entonces. Imitando con su vestimenta a las inolvidables Ninón Sevilla, Tongolele, Meche Barba y, claro, Rosa Carmina. Entones todavía no había teiboleras. Era cuestión de danzar al compás de los bongós y la trompeta. Claro que cuando aparecía la estrella nuestras miradas estaban más en el cuerpo y no tanto en la cara. En esos movimientos rápidos de cadera y luego de lento sensual. En una de esas se acercó de pasadita por nuestra mesa. Iluminada le vi la cara. Maquillada sin caer en la exageración. Sentí una sacudida. Se me hizo conocida. Le puse más atención. Hasta reconocerla. Quedé acalambrado. Era la belleza de mi infancia y juventud. La entonces desdeñosa empleada de farmacia. “Nuestra Rosa Podestá”. Aquella altanera enfermera de clínica. Me decepcionó verla. Por eso les dije a mis camaradas. “Tengo que irme”. Y salí mientras ella exhibía a todo mundo el cuerpo que años atrás y bien vestida nos estremeció. No volví a verla.

 

Escrito tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas,

 publicado por primera vez en junio de 2006.

Autor(a)

Jesús Blancornelas
Jesús Blancornelas
Jesús Blancornelas Jesús Blancornelas JesusBlancornelas 15 jesus@zeta.com
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