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lunes, septiembre 30, 2024
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Paola

Don Chava era compadre de mi tío Joaquín. Tenía una tiendita esquinera y enmaderada. Pintada de verde limón, blanco y el sello rojizo cocacolero. Adentro apenas cabía el señor y podía despachar. El refrigerador obligado ocupaba mucho espacio. Pero eso sí: La mantenía tan limpiecita como surtida. Estaba montada sobre pilotes. Así como las casas del rumbo. Por eso tenía un tablón en el frente bajo. Allí me subía y podía alcanzar el mostrador. La tiendita estaba sobre la calle Volantín. A una cuadra se venía pasar el tranvía. Pequeñito. Salía del centro-puerto hasta las playas de Miramar en Tampico. Pasaba uno por la entonces aislada refinería de Ciudad Madero. El hermano de mi madre fue el primero en llevarme ante su compadre. “A ver Chava. Este es mi sobrino. Cuando venga dale todo lo que pida. A’i me lo apuntas”. Entonces andaba yo por los 10, 11 años Desde cuando tenía tres o cuatro mi padre nos mandaba a Tampico de vacaciones. 12 horas en tren desde San Luis Potosí. Me encantaba el viaje. Rodar por la dificultosa montaña que por algo le llamaban “El Espinazo del Diablo”. Luego Micos, entonces pueblo conocido así porque uno venía los changos desde el vagón columpiándose en los árboles. Cuando llegábamos a Ébano era señal de la cercanía tampiqueña. En Tampico veía lo que no en mi tierra. Titánicos buques, alijadores forzudos. Grúas gigantescas. Mucho marisco. Comía cuanta jaiba y camarón podía. Me llenaba de zapote negro, coco y mamey. Frijoles prietos con arroz blanco. Allí fue donde por primera vez en mi vida trepé a un tranvía, vi el mar y sentí sus olas.

Un domingo en la mañana me encaminé a la tiendita. Subí al tablón y empecé a pedir. De repente oí gritos. Volteé. Dos, tres, cuatro malhablados con pinta de montoneros y no valientes. Un infeliz tirado en el suelo. Recargado en el codo. Su otro brazo en alto. Tratando inútilmente de parar la tranquiza. La boca reventada y sangrante a punta de trompadas y pateo. “¡Por Guzmán Willis trago sangre!” Cada vez cuando lo gritaba le zarandeaban. Babeaba. No podía levantarse. La mirada desparramada. Su blanca camisa se tiñó. Si le pegaban en el costillar sonaba hueco. Y seco cuando magullaban su cara. Las doñas alrededor gritando “¡Déjenlo…aprovechados!” Y los comentarios: El hombre pasó noche y amanecer en cierta cantina. Hasta cuando cerraron. Le salió lo político a media calle. Tropezando, cayendo y sosteniéndose en postes, carros y casas. Le echaba vivas a Guzmán Willis. “Su gallo” para gobernador. Pero a tres fulanos desagradó. Quién sabe si le iban a otro candidato o no soportaron el desfiguro. Por eso lo tranquearon. Me asusté al verlo como deshilachado, pero más a los otros desaforados. Hasta que don Chava salió de la tiendita. Se les puso al brinco. Era alto y fortachón. Al verle los aprovechados mejor se fueron. Dejaron al golpeado. Que si no, lo matan.

Recordé esto al conocer drama en Matamoros, Tamaulipas. Se trata de Paola. Todo mundo le conocía en el barrio La Capilla. Estaba en su casa. Calle Ocho y Rayón. Amaneciendo el primero de diciembre. Repentinamente aparecieron dos policías “como alma que lleva el diablo”. Botaron a patadas la puerta. No traían orden de aprehensión. Menos de cateo. Se metieron por sus pistolas. Agarraron a Paola como federales en Tláhuac. No me consta si golpearon con cacha o cachiporra. Pero sí cruelmente a purita patada. Cabeza y piernas. Más en costillares y estómago. Paola por naturaleza estaba sin defensa. No le quedó otra: Acurrucarse en el suelo y soportar la tranquiza. Una amiga me contó: “Le robaron considerable cantidad de dinero”. Aparte inventaron delitos “tratando de justificar su aprehensión”. Paola sufrió terriblemente. Sin poder moverse. Derechito a la barandilla. Allí fue pura desfachatez. Los cuicos pidieron examen médico. El legista René Vargas nada más vio las heridas así por encimita y calificó: “Lesiones que no ponen en riesgo la vida”. Con la otra clásica frase “tardan en sanar menos de 15 días”.

Encarcelaron a Paola aquel amanecer. Entre desamparo y dolor. Ni siquiera quién se compadeciera. Por lo menos una aspirina. Hasta anocheciendo el día siguiente le sacaron de la celda para declarar. El fiscal Eduardo Sáenz Fragoso permitió hablar a Paola. Fue aterrador su relato. Muy detallado. Contó tan abusivo trato de perversos policías. El funcionario luego-luego se dio cuenta. Estaba ante un caso claro: Los policías inventaron delitos. No podían esconder la golpiza. Por eso ordenó liberar a Paola. Inmediatamente. Ya eran las nueve de la noche. Estuvo en prisión injustificadamente 40 horas pasaditas. Desgraciadamente el fiscal no dispuso detener a los policías. El abuso de autoridad y las heridas a Paola eran motivo suficiente para iniciarles proceso. Pero no. A lo mejor pensó el funcionario: “Con la libertad basta”. Y viendo cómo era la víctima posiblemente creyó que no presentaría una denuncia. Así, allí acabaría todo.

Cuando Paola llegó a su casa no podía moverse. Se le hinchó el estómago. Aparecieron magulladuras. Aumentó el dolor de cabeza a pies. Seguramente no podía olvidar a los abusivos policías. En esas estaba cuando se agravó. El poco dinero que tenía se lo robaron los policías. Cuando menos con esa cantidad pudo llamarle a un médico o comprar algún remedio. Por eso a falta de atención la golpiza tuvo consecuencias. Paola empezó a escupir sangre. Algo por las heridas en su boca. Otro tanto y desgraciadamente desde los intestinos. Era irremediable. Murió. Entonces sí, ordenaron detener a los policías. Pero sus compañeros han sido ideal “tapadera”. Ya pasó mucho tiempo y nada. Igual pasó en la Comisión de Derechos Humanos. El caso se fue a la tramitología.

Paola jamás cometió delito. Los policías no tenían motivo para su persecución. Entraron indebidamente a su casa. Se aprovecharon de uniforme, autoridad y fuerza. Ni sus jefes metieron las manos para impedirlo. Después de conocer todo este drama supe el motivo. El par de polizontes le vieron lo que para ellos es un defecto. Paola era homosexual. Se llamaba Pablo Medina Molina. Me quedó claro. Fue un crimen de odio.

 

Escrito tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas,

publicado por primera vez en noviembre de 2006

Autor(a)

Jesús Blancornelas
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