“Dime qué lees y te diré quién eres”.
-Federico García Lorca
La muerte es el gran tema, aún por encima del amor, que ha preocupado a la Humanidad desde el principio de los tiempos. Parece que a estas alturas, después de que haya llovido tanto, decir algo nuevo sobre un tema tan viejo es casi imposible; y aun así, los grandes escritores han encontrado intensos argumentos. Por ese motivo es encomiable la revisión que Saramago hace del tema.
La inmortalidad es un antiguo anhelo humano que tiene un reverso grotesco, un viejo sueño que puede volverse fácilmente contra uno mismo. Lo que de verdad interesa a Saramago son las repercusiones sociales y organizativas de esa inmortalidad, contemplada bajo una mirada que es más tragicómica -en muchas ocasiones cínica- que puramente trágica.
El libro se divide en dos partes, tan distintas que podría hablarse de dos libros, cuyo eje central es la muerte. En la línea de ensayo sobre la ceguera, Saramago comienza contando el drama de un país entero, abriendo el relato con una frase corta y rotunda: “Al día siguiente no murió nadie”. La primera es una historia con un protagonista colectivo -todo un país-, sin que ningún personaje destaque por encima de otro; la segunda, una historia individual, con dos protagonistas claramente definidos.
Cada parte, además, está escrita con un estilo completamente diferente: aun manteniendo el tono novelístico la primera tiende más a la exposición y a lo ensayístico mientras que la segunda es casi una novela. El narrador, por supuesto, introduce su temática a lo largo de todo el libro, muy al estilo de Saramago, pero su voz es mucho más habitual en la primera parte que en la segunda, donde los personajes toman la palabra con mayor frecuencia.
En un primer momento la inmortalidad se recibe con alegría, pero los problemas que plantea tal condición no tardan en aparecer. En primer lugar, que haya desaparecido la muerte no significa la juventud eterna ni tampoco exactamente la vida eterna, sino un nuevo estado, que es mezcla de ambos, pero al mismo tiempo no es ninguno, y que se describe como “un vivo que está muerto, un muerto que parece vivo”. El resultado es una población condenada a envejecer con una masa gigantesca de viejos en la parte de arriba. Ante esta perspectiva, el país se sume en el caos más absoluto: el poder se tambalea, se produce una inversión de los valores morales -pérdida del respeto hacia los ancianos o hacia los enfermos terminales-, surgen facciones ocultas que se dedican al tráfico de la muerte.
Porque efectivamente se encuentra la manera de engañar a la muerte: como en los países limítrofes continúa funcionando -con el lógico sentimiento de alivio- basta con pasar la frontera para morir. Y puesto que las leyes no han cambiado para adaptarse a la nueva situación, cruzar uno mismo la frontera por su propio pie se considera suicidio y ayudar a hacerlo homicidio. Saramago aprovecha para introducir una crítica a la hipocresía imperante en los gobiernos: oficialmente los mandatarios se oponen a la muerte, pero extraoficialmente comprenden la necesidad de descargar a un país que cada vez tiene mayor densidad de población y que exponencialmente será imposible de gobernar en poco tiempo. Pronto aparecen las mafias que se dedican a comerciar, ilegalmente, pero amparadas por el propio gobierno, con la muerte.
Lo que comienza como un conflicto interno pronto acaba convirtiéndose en un asunto internacional, cuando las fronteras de los otros países comienzan a llenarse de cadáveres.
Benigno Licea González es Doctor en Derecho Constitucional y Derecho Penal. Fue presidente del Colegio de Abogados “Emilio Rabasa”, A. C.
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