“Amorcito corazón, yo tengo tentación… de un beso”.
-Pedro de Urdimalas.
En marzo de 2018 fui por primera vez a Morelia, ciudad mítica por ser el punto de origen de la historia de mis abuelos paternos. En la capital michoacana, el afecto mutuo surgió y se consolidó allá en los años 40, sin saber mis abuelos que ese primer encuentro los traería hasta Tijuana. Pero todo inició en una piedra…
Algunas cuadras más allá de la Casa de la Cultura moreliana, vivía mi abuelita Josefina; mentiría si recuerdo exactamente cómo es que ella y mi abuelo Tomás se volvieron novios, pero lo que sí sé es que él siempre iba a visitarla. Y el punto de reunión era media cuadra a la vuelta.
El joven López le chiflaba cantadito a mi abuelita, y él se subía bien a gusto a una piedra para verse mejor. Al menos eso me imaginé cuando mi padre y tíos recordaron esa anécdota por primera ocasión: la imagen del abuelo que no conocí, bien arreglado, bronceado y con toda la actitud para una tarde romántica.
Cuando le comenté a mi familia paterna que haría tan obligatorio viaje a la tierra ancestral -porque la mayoría han ido a Michoacán al menos una vez-, todos me dijeron que tenía que buscar esa famosa piedra. ¡Y cómo no! Si en mi mente me había creado un imaginario tan de película de la Época de Oro mexicana.
Era sábado en la mañana de mi último día en Morelia, “ciudad de la cantera rosa”, cuando me programé para caminar desde mi hostal -ubicado justo enfrente de la Casa de la Cultura- hasta tan dichosa piedra… Y no la encontré.
Tras demasiado caminar en círculos, decidí abortar la misión, no sin antes tomar una foto a una esquina (como evidencia de que sí la había buscado). Al regresar a Tijuana, no mostré la foto a nadie; pero cuál sería mi sorpresa al visitar a mi tía en el “otro lado”… ¡y ver una foto, en el mismo ángulo y la misma distancia que la mía, de la piedra!
Allí estaba la amiga, desafiando a la roca que siempre imaginé. Porque cuando hablaban de mi abuelo esperando en tal monumento, mis parientes se referían a él cómodamente recargado en la piedra; no subiéndose para estar más visible, como yo creía.
El matrimonio y el trabajo como electricista llevaron a mis abuelos por toda la República, concluyendo aquí en Tijuana, justo en la calle 13 de “la Liber”; a esa casa nunca entré, ya que desde antes de que naciera, ya estaban instalados -así como en esos primeros encuentros- media cuadra a la vuelta.
De aquel hogar de la 13 ahora solo quedan piedras, como una que conocí ese marzo, sin saber que fui paparazzi inesperada de tal celebridad familiar.
Atentamente,
Andrea López González.
Tijuana, B.C.