Ojeroso, pálido y serio. De cabellera negra, tupida y bien relamida hacia atrás. Recién rasurado y sin bigote. Moreno. Nariz recta. Abrigo y traje negro. Camisa blanca con corbata de moñito bien derechita. Se quedó viendo fijamente al fotógrafo. Una mirada entre coraje y culpa. Ya llevaba la muerte metida en sus ojos. Fue cuando lo sacaron de la celda en Lecumberri, antes de llevarlo al patio de hortalizas donde se improvisó un paredón. Al llegar allí le quitaron el abrigo. Se puso de espaldas a 21 sacos retacados seguramente de arena y recargados en la pared. Cinco bien vestidos oficiales de la Gendarmería Montada le apuntaron con sus rifles. A la orden de fuego dispararon. El hombre alcanzó a gritar “¡Viva…!” y no terminó la frase. Las balas apagaron su voz. Se desplomó al lado derecho. La fuerza de los impactos lo despeinó.
El Capitán José Rodríguez Rabiela se acercó. Desenfundó pistola y a menos de medio metro disparó el fatal tiro de gracia. Pasaban 15 minutos del mediodía aquel 9 de febrero de 1929. Los médicos legistas Lozano Garza y Torres Torija, trajeados, llegaron hasta el cadáver para dar fe de muerte. Así terminó el fusilamiento de José León Toral en la Ciudad de México. Tal fin lo decidió un jurado popular en el Palacio Municipal de San Ángel. El acusado confesó el asesinato del Presidente Electo de la República, General Álvaro Obregón. “Yo alentaba matarlo” y “me aseguré la pistola en el pecho y esperé”. De todo esto hay constancias fotográficas y públicas.
El Presbítero Miguel Agustín Pro ni siquiera fue juzgado. Decidieron fusilarlo. Confesó fríamente. Con otros amigos quiso matar al mismo General Obregón pero dos años atrás, cuando era candidato. Antes de ser pasado por las armas, las fotografías dejan ver que Pro estaba desmejorado. Angustiado. Pelo alborotado. Pero su mirada era, para mí de impotencia y tristeza. Ya se reflejaba la muerte en sus ojos. Le llevaron al patio de fusilamiento de la Inspección de Policía frente a la estatua de El Caballito en la Ciudad de México. Iba trajeado de negro y con una corbata obscura. Chaleco de estambre con rayas coloridas. Zapatos polvorientos. Llegó hasta los siete largos maderos pegados a una barda. Indudablemente para detener balas fuera del blanco y evitar el peligroso rebote. Pro se hincó sobre el pedregal para rezar ante un sorprendido capitán que no esperaba eso. Luego se paró de espaldas a los maderos. Abrió los brazos en cruz. Esperó los disparos de la Gendarmería Montada y murió. Periodistas, militares, funcionarios y todo el que quiso asistieron al fusilamiento.
En “Historia Gráfica de la Revolución Mexicana”, excelente obra de Gustavo Casasola, aparecen estos testimonios dramáticos. Encontré entre muchos el del General Arnulfo R. Gómez. Enfermo, recargado sobre un muro y con los ojos vendados. Lo fusilaron el 27 de noviembre de 1927 en el Panteón de Coatepec. Su pecado fue levantarse en armas contra el gobierno. Aparte, me atrajo la estampa del General Alfredo Rueda Quijano. La crónica lo retrata “bravo hasta la temeridad, sin gestos teatrales y con gran naturalidad”. Se paró frente al pelotón de fusilamiento muy elegante. Sus botas hasta la rodilla bien boleadas. Un abrigo corto. Encorbatado y de sarakof. Cuando le iban a disparar levantó la mano derecha en señal de adiós y gritó “gud bai”.
De todos esos fusilamientos jamás nos enseñaron en la primaria ni secundaria. Lo más que supimos fue el de Maximiliano en el Cerro de las Campanas. Pero si veíamos dramatizado en el cine cómo ahorcaban públicamente a los delincuentes o en privado los sentaban en la silla eléctrica. Ya para los años cincuentas supe de la cámara de gases también por las películas. No se me olvida aquella de “La Mujer que no Quería Morir” protagonizada por Susan Hayward. Luego los estadounidenses retiraron los procedimientos con gases y silla. Provocaban mucho sufrimiento a los sentenciados. Se caía en lo grotesco. Por eso inventaron las inyecciones mortales. Una para anestesiar y otras paralizan cerebro y corazón. Aun así, se dice, provocan estremecimientos y quejas impresionantes en los enjuiciados. Cuando hay una ejecución de esas, el que va a morir tiene derecho a invitar de tres a seis personas. Se permite asistir a familiares de la víctima. Según la costumbre estadounidense, así satisfacen sus deseos de venganza. También atestiguan algunos funcionarios y el infaltable sacerdote. Los periodistas son seleccionados por la autoridad. Nunca se filma o videograba. Ni se toman fotos como en tiempos de la Revolución Mexicana.
Hace 65 años fue la última ejecución pública en Estados Unidos. En Kentucky 20 mil personas fueron a ver cómo ahorcaban a un negro. Pero ahora muchos quieren asistir a la cárcel de Terre Haute en Indiana. Allí le aplicarán el cóctel mortal a Timothy McVeigh. Este ultraderechista de 32 años destruyó con explosivos el edificio federal de Oklahoma en abril del 95. Murieron 149 adultos y 19 niños. Ha sido el peor acto terrorista en Estados Unidos. El culpable no se arrepiente. Desde cuando lo detuvieron no negó su culpa. Es más, hasta dio detalles. Reunió con dos de sus amigos tres mil 500 kilos de dinamita. Los colocó en una camioneta. Y antes de estacionarla frente al edificio federal, prendió la mecha y se retiró tranquilamente. Lo hizo por puro fanatismo político. Es simpatizante del racista Ku Klux Klan desde adolescente.
Tomó esa decisión el 19 de abril de 1999. Precisamente cuando las fuerzas federales norteamericanos entraron con todo el poder a la granja de Waco, en Texas y mataron a 80 personas. Pertenecían a la secta de David Koresh. Otro opositor al gobierno de Estados Unidos. Estaban acuarteladas decididas a morir antes que salir y lidiar nuevamente con la autoridad. Aquel día Timothy lloró de rabia y juró tomar venganza. Desde ese momento, comparó al presidente Clinton con Hitler y al FBI con la Gestapo. Estaba decidido a todo, pero no sabía cómo. Hasta cuando leyó “Los Diarios de Turner”. Es la historia escrita por un anarquista. Dramatiza la vida de un ciudadano atormentado por leyes del gobierno norteamericano para portar armas. Hasta que, agobiado, decide colocar una bomba en el FBI de Washington para iniciar la liberación a través del terrorismo. Este libro ya no circula, pero aparece muy seguido en las páginas de internet.
Ahora, mil 600 periodistas solicitaron acceso a la ejecución de Timothy en Terre Haute. También dos mil familiares de las víctimas. Pero alrededor de la cámara donde McVeigh será acostado con los brazos en cruz, amarrado, inyectado y muerto, solo hay cupo para 30 personas. Por eso el Fiscal General autorizó transmitir el ajusticiamiento en circuito cerrado a un enorme local de Oklahoma. Así no viajarán los parientes. El FBI intervendrá para evitar que alguien tome la imagen de forma pirata y luego la comercialice para exhibición pública. Pero ya se dice en Estados Unidos que “muy pronto veremos” la ejecución y hasta le llaman anticipadamente “El Video de la Muerte”. Inclusive pronostican un éxito en las ventas. Cosa curiosa: El sentenciado Timothy pidió que su ejecución la transmitan en vivo todas las cadenas televisoras. Opinó que así se cumpliría “con el principio legal de igualdad de acceso a la información”, tan cacareada por los Gobiernos de Estados Unidos.
Vi una foto de Timothy y la comparé con las de Toral y Pro. Hay 72 años de distancia. McVeigth trae uniforme anaranjado propio de los prisioneros. Ni esperanzas de trajeado. Contrario a la melena alborotada, el estadounidense luce cabellera cortita de los lados y con un pequeño copete. Es güero y no moreno como los atacantes del General Obregón. La nariz igual de recta y menos ancha. Pero tiene la misma mirada. De coraje y culpa. De impotencia y tristeza. Se le ve la muerte en los ojos.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez en mayo de 2001.