Consultoría Matrimonial y Familiar
Cuando llegó Stich a casa, siendo cachorro (creyendo mi hija Andrea que era miniatura), pronto todos nos enamoramos de ese Schnauzer que parecía una ladilla, inquieto, travieso, tremendo, audaz y con una característica muy especial, cuando pasaba otro perro, carro, moto o alguna persona, lo correteaba a todo lo ancho que daba el cerco en el trecho en que iba el intruso y ladrando, escalaba la pared interior del cerco (mitad muro, mitad reja) hasta una altura casi de dos metros gracias a su agilidad y fuerza de sus patas; y que conforme fue creciendo sus escaladas y brincos, fueron decreciendo, o sea que igual aplica para los perros eso de “juventud divino tesoro”. Otra característica más fue que al servirle de comer, engullía todo como si nunca hubiera comido y al momento, por lo que fue necesario irle dosificando la alimentación para que no se ahogase ni al rato volviera a sentir hambre, hasta que llegó el tiempo en que él solo comía tranquilamente y la porción necesaria.
Tener perros en casa, en la mayoría de los casos, es darle a la familia un plus de alegría; es compartir un cariño invaluable a todos y como siempre, el perro se identifica mayormente con uno de los miembros de la familia, es por ello que tanto su dueña (ella lo compró) y las atenciones que le daba, era la consentida de él, habiendo nacido una identificación entre ambos que hacía aquello un amor indisoluble.
Se dice que el amor entre el hombre y un perro es un romance, no hay conflictos ni reclamos, como tampoco se dan los odios o enojos. Escribía Milan Kundera en la novela “La insoportable levedad del ser”, que la protagonista, Teresa, llega a pensar que el amor hacia su Karenín es mucho mejor que el que siente por su marido. Este sentimiento se reitera con una frase añeja, pero que se actualiza continuamente: “Cuanto más conozco a las personas, más quiero a mi perro”.
El concepto de amor, como se entiende comúnmente, es bastante complicado, sin embargo, considerándolo como un vínculo afectivo, los perros sí generan conexiones importantísimas con su familia. Son mamíferos sociales y dentro de sus principales necesidades está el poder satisfacer ese contacto social que se produce al igual que con los humanos, motivo por lo cual se considera que los perros también sienten miedo, ansiedad, disgusto, placer, coraje, etc. Independientemente de lo anterior, la mayoría de las personas que compartimos la vida con un perro, podemos asegurar que estos aman y sienten amor, y su capacidad de entrega es muy superior a la de un grueso de las personas. Aún los perros maltratados o abandonados siempre guardan espacio para la esperanza, la de recibir un poco de afecto por parte de los humanos.
Son fieles, nos enseñan diariamente el amor incondicional y humildad. Nunca olvidan saludar o mover la cola alegremente cuando se vuelven a ver, aunque hayan pasado unos minutos. El vínculo de amor es tan extremo que ante la muerte o pérdida del dueño(a), ellos pueden “dejarse morir” así mismos para terminar su misión; pues ya no encuentran el sentido de su vida; hemos sabido de casos en donde el sufrimiento y/o la pérdida del “amigo humano” los llevan a una espera eterna (ante la posibilidad de que el dueño regrese) o si comprenden que ha desencarnado el dueño, se dejará morir para encontrarse con él en otro plano de conciencia.
Cuando un perro muere, la sensación de vacío que deja en la familia es muy evidente. El dolor por perder a un ser que ha acompañado durante tantos años y que tanto nos ha querido y hemos querido, se hace muy difícil de superar. Si enferma, llevarlo al veterinario, y si llega a morir es importante despedirlo dignamente: cremar o enterrar al perro y hacerle una pequeña ceremonia puede calmar ese dolor. Cuando Stich murió, fue muy doloroso superarlo, sobre todo para mi hija que tuvo que resignarse con el tiempo.
Como siempre, gracias por sus consultas y comentarios al e-mail: bautista46@hotmail.com
El Licenciado Roberto Bautista reside en Tijuana, B.C.