Aunque Ciudad Juárez era un pueblo pequeño de casas de adobe y apenas ocho mil habitantes, su posición le daría a Madero ventajas importantes, como una base segura de aprovisionamiento, un territorio inmejorablemente apropiado para solicitar a Estados Unidos que se le reconociera como beligerante, etc. Pero cuando la plaza estuvo inerme, rodeada de caudillos, Madero ordenó suspender el ataque. En el ánimo de Madero obraba el hecho de que Washington había declarado no estar dispuesto a sufrir los prejuicios por la guerra entre vecinos, y para reforzar la declaración, había concentrado 20 mil soldados en la frontera de Texas y enviado su flota a patrullar los litorales de México, por lo que Madero decidió evitarlo.
La dictadura reconocía la incapacidad de aplastar, por la fuerza, las sublevaciones y empezó a buscar un arreglo pacífico. Porfirio Díaz se comprometía a implantar la no reelección y respetar la soberanía de los estados, así como iniciar una reforma judicial que suprimiera las injusticias más indignantes e incluso, promover una nueva legislación para dotar de parcelas a los campesinos sin tierra.
El gobierno inició negociaciones con los revolucionarios. Al buscar quién lo representara en esta tarea, Madero se dio cuenta de las limitaciones que lo aquejaban, pues la revolución apenas tenía meses de iniciada y los individuos “políticamente ilustrados” que tenían, no sumaban una docena. Madero se vio obligado a nombrar para las negociaciones a su padre, un hermano y a un primo; con el fin de diluir un poco el forzado nepotismo, nombró también al doctor Vázquez Gómez, éste de momento no aceptó el cargo de agente diplomático sino hasta que se dio cuenta de que la revolución daba señales de consolidarse.
Las negociaciones empezaron con la aceptación del gobierno de que los revolucionarios nombraran catorce gobernadores y cuatro ministros de Estado, así como decretar la no reelección y ordenar que las fuerzas federales evacuaran Chihuahua, Sonora y Coahuila; además de devolver las propiedades confiscadas. Pero el doctor Vázquez Gómez, que conocía bien la proclividad de Díaz a violar hasta las promesas más solemnes, maniobró para que se exigiera la renuncia del dictador como condición absoluta para firmar la paz.
El 8 de mayo, los sitiadores empezaron a cumplir el mandato que les parecía un profuso disparate. De pronto, a eso de las 10:00 se desató un tiroteo entre las fuerzas rivales. Madero exigió explicaciones a Orozco, quien deseaba presentar a Madero hechos consumados para forzarlo a tomar la plaza. El caudillo se resignó a permitir que el ataque prosiguiera. Por el sur, Villa avanzó tomando manzana por manzana. El día 10, en su totalidad, Ciudad Juárez estaba en poder de los revolucionarios.
Los federales se rindieron incondicionalmente, los dirigía el general Juan Navarro, el mismo que había ordenado el fusilamiento de prisioneros revolucionarios en Cerro Prieto, Orozco y Villa querían fusilarlo, pero Madero se les interpuso argumentando que las leyes de la guerra prohibían ese tipo de venganza. Luego acompañó al sanguinario militar hasta El Paso y lo puso en libertad bajo la promesa de no volver a luchar contra los revolucionarios. “¿Qué clase de loco nos ha tocado como jefe?”, se preguntaban aquellos hombres rudos que no conocían más ley que la arbitrariedad porfirista y, ¿por qué los humillaban dándoles órdenes absurdas? Poco a poco el rencor dominó a los combatientes y un día, Orozco al frente de un escuadrón en el que Villa era segundo jefe, se presentó en el cuartucho donde Madero tenía su oficina para comunicarle que debía darse por preso.
Madero impidió que los guerrilleros lo sujetaran, a gritos les hizo ver que él era el jefe y ellos unos insubordinados. Les dijo que la revolución debía dar muestras de generosidad, de limpieza y disciplina; poco a poco los sublevados se tranquilizaron. El valor a toda prueba del hombrecillo desarmado y la potencia de los regaños, hicieron que Villa llorara y Orozco pidiera perdón, había comprendido la razón que tenía el caudillo. Poco después ambos juraron a Madero fidelidad y obediencia.
Continuará.
Guillermo Zavala
Tijuana, B.C