El Sol posa en el Mar su diario vuelo
y las nubes, con camisones rosa,
se encienden de muchacha ruborosa
tendiéndose a la cópula del cielo.
A su paso las pícaras gaviotas
aplauden de la tarde los ardores
rasgando con sus alas los colores,
bramando su placer las olas rotas.
Es bárbaro el ocaso que se aferra
a los ojos testigos de su duelo:
su enorme intimidad excita el celo
hasta el último rayo de esa guerra.
Secreto virginal siempre fecundo,
mi tierra es el principio de este mapa,
es flecha cazadora que se escapa
y dardo del futuro para el mundo.
Quisiera que me vieras por los poros
con húmedas caricias de la brisa
y espasmo del oleaje en tu sonrisa
tomándome, vencida, mis tesoros.
Mis noches son inquietas, bulliciosas,
mis curvas son de oscuro terciopelo
donde subas y bajes mi desvelo
alumbrado de joyas primorosas.
Mis ortos son la escuela y los quehaceres,
mis ocasos, dorados y marinos,
con las huellas de todos los caminos
de sus ávidos hombres y mujeres.
Con ojos del amor ve mi belleza,
mi hermosura del alma colectiva
que trashuma y urbana se cultiva
inocente de toda la vileza.
Ven, bátete por mí, hombre sereno
que en tu tierra amanece y anochece.
Entre el Mar y entre el muro me estremece
tu pasión y tu lucha como un trueno.
Ven, ráptame, varón de tierra-adentro
y tómame en los brazos de tu furia,
defiende mis tesoros de la injuria,
de la difamación y el desencuentro.
Defiéndeme con rabia verdadera,
con sabia devoción del que agradece
que mi entrega total le pertenece,
palmo a palmo la piel de mi frontera.
Rosa Campay, 2001