En colaboración pasada comenté: “He conocido el tema de la seguridad y el fenómeno de la inseguridad desde los más diversos ángulos…”
Terminé dicho artículo con un último párrafo donde dije: “La defensoría era casi una caricatura justiciera: Estábamos de ‘arrimados’ en una esquina de dos metros cuadrados en Tránsito del Estado. Las secretarias se ‘ayudaban’ llenando formas para la licencia como si fuera un escritorio público. Algunos de los ‘defensores’ se llevaban a su despacho los asuntos donde el defendido tenía dinero. A los que no, les quitaban lo que podían, ‘para gastos’”.
En esa etapa de mi vida profesional pasaron todo tipo de experiencias extraordinarias. Por una parte, ante la falta de recursos humanos y materiales, improvisamos. Me armé de un grupo de alumnos de la Facultad de Derecho y “tomamos por asalto” la penitenciaría, cuyo director –a quien no le agradaba que nos hiciéramos presentes en “su” cárcel–, más a fuerzas que por voluntad, me prestó un reducido espacio que habilitamos como oficina temporal y durante una semana, pedimos que se pusieran “en cuatro filas indias” los procesados que correspondían a los únicos cuatro juzgados del fuero común existentes por aquella época, para revisar caso por caso, pero lo que no previmos –ni rechazamos– fue que también se formaran los procesados federales, ávidos de justicia. Ni nos correspondía atenderlos, ni ellos tenían para pagar abogados particulares, por lo que en un acto de humanidad también los asistimos.
El personal de la defensoría fue heroico, épico. Para nosotros no existían horarios burocráticos y cada uno se multiplicaba en sus esfuerzos. Inclusive, a quienes les había asignado atender los asuntos civiles y familiares, aceptaron hacer un turno extra para ayudar a la excesiva carga de procesos penales.
La ley establece que en materia penal, hay que atender a todos los acusados que requieran el defensor de oficio, mientras que en materia civil, solo a los que no tengan para pagar un abogado particular.
El trabajo se multiplicó por muchas razones, como por ejemplo porque no simulábamos trabajar, sino que lo hacíamos con pasión, formando un gran equipo. Algunos con exceso. Más de una ocasión tuve que llamar la atención –especialmente a las abogadas–, porque en forma hasta temeraria se enfrentaban a policías judiciales o a agentes del Ministerio Público que intentaban intimidar a sus defendidos y sobre todo cuando enfrentábamos un caso donde teníamos la certeza de que el acusado era inocente o se buscaba castigarlo con exceso.
Luchando contra todo tipo de obstáculos, logré se nos facilitara un pequeño cubículo en “La Ocho” y otro en “La Peni”, donde diariamente acudía un defensor de oficio, quienes por la mañana cubrían su turno “normal” –por el cual sí se les pagaba– y por la tarde hacían “labor social” yendo a visitar a los internos.
El trabajo también se sobrecargó porque se dieron diversas reformas legales, como la que desapareció del código penal el delito llamado “Vagancia y Malvivencia”, dejándolo tan solo como una falta administrativa, lo que nos llevó a tramitar cientos de solicitudes de libertad para aquellos que se beneficiaron con la modificación legislativa.
Por otra parte, aunque ya la constitución preveía que todo detenido debía de contar con un defensor, en la práctica ello no ocurría y no sucedía sino hasta que el acusado era presentado ante el juez penal y se le permitía contar con ese derecho, en muchos casos demasiado tarde, porque ya venía “confeso” mediante el informe de la Policía Judicial, pero a partir de nuestra intervención, como David ante Goliat, nos interpusimos en los propios separos policíacos, obligando a que se respetara la garantía constitucional de la defensa.
Como en muchas ocasiones, el gobierno implementaba medidas incompletas, lo que resolvía un problema creando otros.
Continuará…
Todo es cuestión de sentirnos seguros.
Alberto Sandoval es Coordinador de Alianza Civil, A.C. Correo: AlbertoSandoval@AlianzaCivil.Org Internet: www.AlianzaCivil.Org Facebook: Alianza Civil AC Twitter: @AlSandoval.