La ingobernabilidad impera en nuestro país sin que quienes han sido electos para contener esos fenómenos reaccionen más allá de sus intereses políticos, partidistas o personales.
En menos de una semana dos dirigentes de dos grandes partidos políticos de México renunciaron a sus cargos. Un estado de la república ardió, dos periodistas fueron asesinados, el gobierno federal abonó a la opacidad en el Sistema Nacional Anticorrupción, y sorprende —una vez más— el abuso en el uso de la fuerza pública.
México está que arde, caliente en términos políticos, álgido hacia los movimientos sociales, cayéndose a pedazos por la inseguridad, padeciendo una crisis financiera. Todo al actuar pasivo de partidos políticos que, concentrados en sus fobias internas, no abanderan las causas sociales, y un gobierno federal que de tan sordo destaca por lo insensible.
Efectivamente, entre el 18 y el 23 de junio el país se convulsionó. Y fue muestra internacional —otra vez— de la ingobernabilidad. Enrique Peña Nieto, el presidente, ha demostrado ser el priista de siempre, el del estereotipo de la corrupción, el abuso, la presión social, la opacidad y la impunidad. En una semana pudo reunir indistintas causas sociales y fallar en todas en detrimento de los mexicanos.
El ambiente hostil en el estado de Oaxaca no era ajeno a la sociedad mexicana. Desde el viernes 17 de junio empresarios, comerciantes, ciudadanos, comenzaron a alertar de cómo los ánimos en los maestros que se oponen a acatar la reforma educativa iban subiendo de tono, al tiempo que la intensidad en los operativos de la Policía Federal registraba en ascenso armamentista y presencial. No debía ser uno integrante del Cisen (Centro de Investigación y Seguridad Nacional) para analizar que aquello era una bomba de tiempo a punto de explotar. Pero el gobierno federal de Peña recurrió a lo único que sabe hacer cuando un conflicto social lo desborda: La fuerza pública convertida en fuerza bruta.
Si bien en este conflicto no hay posición de ganador absoluto, un conflicto social requiere de diálogo, negociación y acuerdos para sofocarse. Atenderlo con balas de plomo, provocaciones, sangre y muerte, expandirá la inconformidad a otros sectores y crecerá el hartazgo social. Eso fue lo que sucedió.
Sin justificar quién hizo el primer disparo, el recuento de los daños en Oaxaca ante el enfrentamiento de la Policía Federal con los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación que se oponen a seguir la ley es inadmisible en un país que se precia de ser democrático y de ejercer el Estado de derecho: oficinas oficiales quemadas, saqueadas, vandalizadas, 60 vehículos incendiados en carreteras, más de 50 negocios saqueados en distintas ciudades, 41 policías heridos, 53 civiles lesionados igual que 14 oficiales estatales; 23 detenidos y, la fatalidad, nueve muertos.
Enrique Peña Nieto, al modo, no salió a enfrentar a los mexicanos. A explicarles cómo se le pudo salir de control un movimiento social hasta llegar a los balazos por parte de la Policía Federal. No hay en México una guerra civil, lo que estamos presenciando es una lucha ideológica entre sociedad y gobierno que van perdiendo los mexicanos.
A excepción de Morena, el partido fundado por Andrés Manuel López Obrador, ningún otro instituto político ha abanderado las causas sociales. Sean por los desaparecidos, por los médicos que se niegan a una supuesta privatización de la salud, por los maestros que se oponen a una reforma educativa, por los padres que buscan a sus hijos muertos, por la sociedad organizada que exige un alto a la corrupción.
Sin vanagloriar a López, hay una razón para que los partidos políticos en México estén tan alejados de la sociedad que les da sustento y razón de ser: el Pacto por México que firmaron con Enrique Peña Nieto al inicio de su gobierno, y las negociaciones a las que llegaron en los años subsecuentes, con lo que pasaron de ser una oposición parlamentaria a una comparsa legislativa. La sordez del gobierno va de la mano con la insensibilidad de la clase política partidaria. O, las negociaciones políticas, económicas, de estructura entre gobierno y partidos, alejan a los dos de las causas sociales.
Este alejamiento de gobierno y partidos se vio reflejado en las urnas el 5 de junio de 2016. El PRI fue derrotado, el PRD minimizado, mientras el PAN obtuvo una victoria pírrica (con prácticamente el mismo número de votos nacionales con los que perdió el tricolor, el albiazul se “alzó” con siete de 12 gubernaturas). Los resultados electorales tuvieron sus consecuencias políticas. La renuncia de Agustín Basave, el 18 de junio, a seguir dirigiendo el PRD ante la falta de consensos internos, y la dimisión de Manlio Fabio Beltrones a la titularidad del Comité Ejecutivo Nacional del PRI, para dar paso a una transformación.
Los partidos políticos en la ignominia, corrompidos unos por otros, acordaron entre el 14 y el 16 de junio pactar para protegerse en el presente y en el futuro. Pisoteando la petición de más de 600 000 ciudadanos y la causa de organizaciones de la sociedad civil, y empresariales, para que las declaraciones patrimoniales, de conflicto de intereses y fiscales de quienes laboran para el gobierno federal, fuesen regidas por el principio de máxima publicidad. De entrada, los aliados de Enrique Peña Nieto, PRI y Verde Ecologista dijeron no. Dos veces. Primero en la Cámara de Senadores, luego en la de Diputados.
Peña vendría a dar el remate a la opacidad al vetar parcialmente la ley que da sustento al Sistema Nacional Anticorrupción, sólo para deslindar empresas y particulares de la 3 de 3, y encubrir a los funcionarios en la 3 de 3.
Las luchas ideológicas que se libran en México, aquellas que se han abrazado en el ámbito internacional por ciudadanos y gobiernos, las pierde la sociedad ante un gobierno sordo y unos partidos políticos alejados del pueblo que les dio el voto.
En nuestro país la ingobernabilidad impera en estados como Oaxaca, Chiapas, Veracruz, Tamaulipas, Sinaloa y Baja California Sur, por mencionar algunos dominados por el extremismo político, la corrupción gubernamental y la mafia mexicana encarnada en los cárteles de la droga, sin que quienes han sido electos para contener esos fenómenos, Ejecutivo y Legislativo, reaccionen más allá de sus intereses políticos, partidistas o personales.
Las leyes en México se hacen para beneficiar a la clase política y en detrimento de la sociedad. Para abonarle a la injusticia, a la impunidad y para que la corrupción prevalezca en un país que sostiene en un ambiente de hambre, impunidad e injusticia, a la realeza política, que siembra las condiciones para el asesinato de periodistas.
Dos fueron silenciados en la misma semana trágica para el país. En los disturbios entre la Policía Federal y los maestros en Oaxaca, cayó ante las balas Ramón Zarate el 19 de junio de 2016, mientras en el convulso estado de Tamaulipas fue abatida Esther Bautista, un día después, el 20 de junio.
Los mexicanos estamos a poco más de dos años para que este gobierno federal fenezca. En el 2018 se renovarán estas cámaras legislativas que le han dado la espalda a la sociedad, y se cambiará al inquilino de Los Pinos. Es justo decir que el partido en el poder, el PRI, no lleva las de ganar. Y que ha demostrado, desde de diciembre de 2012 a la fecha, que lo suyo, lo suyo, no es el buen gobierno. Ahí están los resultados electorales, los disturbios sociales, las manifestaciones ciudadanas, la lejanía del Legislativo, y la sordera voluntaria del gobierno de Enrique Peña Nieto. La ingobernabilidad que está llevando a una parte de los mexicanos a pedir la renuncia de gobernadores corruptos, de secretarios omisos y de un presidente que ha perdido, a causa de desaciertos y contubernios, lo que en verdad nunca tuvo: el voto legítimo de la sociedad mexicana a su favor.