(O cómo ejercer el periodismo en México y vivir en el intento.)
En México se ejerce la libertad de expresión, el periodismo de investigación, al borde de la muerte. Tal ha sido la experiencia a lo largo de los 36 años de vida que cumplió, el 11 de abril de este 2016, el semanario Zeta, en Tijuana, Baja California; una voz que nació Libre como el viento —según dice el lema con el que don J. Jesús Blancornelas selló el medio de comunicación— y ha pagado un precio inimaginable.
Y como existen diversas formas de morir, en poco más de tres décadas y media los que trabajamos en Zeta hemos estado a punto de morir en diversas ocasiones y de varias maneras. Las armas han sido distintas, pero las motivaciones parecen coincidir. Desde una horda de judiciales arrebatando la edición del periódico en puestos, tiendas y de manos de voceadores en 1985, cuando reportamos por primera ocasión el ingreso de los cárteles de la droga en Baja California, con la venia de Edgar Leyva Mortera, hermano del entonces gobernador del estado, Xicotencátl Leyva Mortera, hasta la intimidación de una metralleta con la cual perforaron la fachada de nuestras oficinas en 1987.
Después, en 1988, con una escopeta recortada asesinaron al codirector Héctor Félix Miranda, el 22 de abril de 1988, luego de haber sido emboscado por sicarios entonces, y ahora trabajadores, de Jorge Hank Rhon. Los asesinos prácticamente le desprendieron un brazo al periodista al darle muerte cuando se dirigía aquella mañana a su lugar de trabajo.
Enfrentar las presiones del gobierno en la década de 1980 no fue fácil. Estuvimos a punto de morir económicamente con la devaluación de 1982 que convirtió a Zeta en un semanario. Dos gobernadores locales, emanados del PRI, nos hostigaron hasta la saciedad. Difamaron a Blancornelas, lanzaron bravuconerías contra el Gato, espiaron a los dos. Nuestros reporteros y fotógrafos sufrieron malos tratos. También en esa época conocimos la persecución fiscal.
De esa generación de periodistas, que desde Tijuana señalaron la represión, el abuso gubernamental, unos cuantos siguieron adelante. Otros fueron comprados por los gobiernos, algunos más cambiaron de oficio.
La crisis económica de 1995 fue una agonía para México. Muchos le habían apostado a la bonanza económica de Carlos Salinas de Gortari, hasta que Ernesto Zedillo, el 20 de diciembre de 1994, le quitó los alfileres con los cuales el anterior gobierno sostenía una falsa idea de modernidad y progreso. El llamado “error de diciembre” fue catastrófico para todos, aun con la inyección millonaria del gobierno de Estados Unidos a nuestras finanzas. Entonces Zeta, con el apoyo de sus lectores y con la reducción de costos, sobrevivió otra vez. Pero la redacción del semanario subsistió los tropiezos de estos gobiernos priistas sólo para enfrentar una nueva amenaza: el narcotráfico.
En 1997 estuvimos a punto de morir una vez más. Del reportaje de investigación enfocado en la corrupción de la clase política tan acostumbrada al enriquecimiento ilícito, pasamos a investigar el desarrollo del crimen organizado. Un tema peligrosamente ineludible desde ese momento ha sido el involucramiento de las corporaciones policiacas que permite que los cárteles sean los dueños de nuestras calles, convertidas en sus campos de batalla en un país donde los delincuentes parecen decidir quién vive y quién muere.
El 27 de noviembre de 1997 pasé el día donde menos esperaba. No fue en la sala de redacción de Zeta, sino a un lado de la puerta del quirófano donde operaban a Jesús Blancornelas, víctima de cuatro disparos. Esa mañana diez sicarios del cártel Arellano Félix quisieron borrarlo a fuerza de plomo. Providencialmente uno de los homicidas cayó muerto por una bala que rebotó en una reja y eso impidió que al periodista le dieran el tiro de gracia.
Por esos meses Blancornelas se había dado a la tarea de investigar y publicar la manera en que operaban los hermanos Benjamín y Ramón Arellano Félix, exhibiendo la estructura de su cártel, las ligas de corrupción que tenían con subprocuradores, delegados, comandantes de la federal y otros funcionarios de corporaciones policiacas. También expuso en las páginas del semanario cómo escaparon del aeropuerto internacional de Guadalajara luego de asesinar al cardenal Juan Jesús Posadas y Ocampo en 1993.
El periodismo de investigación en tema de narcotráfico por poco le cuesta la vida a Blancornelas y a Zeta. Una semana antes del atentado, el codirector era resguardado por una escolta de la Policía Ministerial. Sabíamos que “traía cola” del Ejército y del CISEN. No era un secreto que lo espiaban y también supimos que ninguna autoridad lo alertó de la amenaza.
El periodismo de investigación requiere fuentes, documentos, fotografías, testimonios y seguimiento de datos para probar dineros ilícitos y redes de corrupción cuando se trata de exponer el narcotráfico. El periodista obtuvo esta información de fuentes oficiales que resultaron ilesas dejando claro que en México el mensajero es el blanco.
En el semanario nos recuperábamos de los atentados cuando nos sorprendieron las presiones políticas. Una auditoría federal, una estatal, persecución fiscal, negativa de publicidad, fueron acciones por parte de gobiernos federales y estatales que intentaron acabar con el proyecto de libertad de expresión a inicios de 2000. Esa, sin duda, es otra manera de exterminar este oficio.
Apenas aprendíamos a hacerle frente a estas agresiones económicas cuando el 22 de junio de 2004, a cien metros de la Procuraduría General de Justicia de Baja California, dos sicarios del cártel Arellano Félix, ya entonces liderado por Francisco Javier, asesinaron al editor general de Zeta, Francisco Javier Ortiz Franco, líder moral del semanario, amigo, compañero, en ese momento iba acompañado de sus dos hijos pequeños. Los niños fueron auxiliados por testigos que enmudecieron ante el artero crimen del periodista.
Esa fue una noticia que Blancornelas apenas sobrevivió emocionalmente. El periodista que fue despedido de la dirección de cinco diarios entre 1960 y 1977, que se exilió en Estados Unidos cuando un gobierno priista le quitó su periódico ABC e intentó encarcelarlo por su periodismo crítico, el que resistió un atentado, el que valientemente no dejó de investigar sobre narcotráfico, quiso cerrar el semanario Zeta ante la pérdida de su editor. No podía más, dijo; no se sentía capaz de arriesgar otra vida, no se resignaba a saber que había perdido a una voz solidaria y profesional como la de Ortiz Franco, nuestro maestro.
De un día para otro el Consejo Editorial del semanario se desmoronó. De cinco editores quedamos dos. Quienes decidimos seguir a Blancornelas lo convencimos de no cejar en su empeño, en su lucha por la libre expresión, de continuar en memoria de nuestros caídos. De Héctor Félix, de su escolta Luis Valero, de Francisco Javier Ortiz Franco. Y lo logramos. Con mucho dolor seguimos siendo libres como el viento.
Así hemos aprendido a sobrevivir en la adversidad. A la muerte de Jesús Blancornelas en 2006, siguieron los atentados. Ahora nosotros estamos expuestos. Miembros del cártel Arellano Félix han ordenado matarnos en por lo menos tres ocasiones. Hemos persistido haciendo periodismo de investigación con chalecos antibalas, transitando en autos blindados, con escoltas de la Policía Municipal, del Ejército mexicano, de la Policía Estatal Preventiva. Desechamos el mecanismo de protección por engorroso y poco útil. Dijimos no a una guardia de policías federales, los más corruptos. Pero el abandono del gobierno, la persecución, la solventamos con el apoyo de la sociedad y de la solidaridad de organismos nacionales e internacionales que brindan protección a los periodistas.
Hoy no estamos en una situación mejor. Resistimos una crisis por la que atravesamos los medios impresos en el mundo. Hacemos frente al hostigamiento fiscal, a la presión política, a la difamación y el atentado a la moral y la credibilidad, al acecho del narcotráfico, y nos mantenemos frente a la línea cada vez más endeble que separa al crimen organizado del gobierno. Hacemos lo necesario para no dejar de hacer periodismo de investigación en esta era de la narcopolítica mexicana.
Con cada suceso que enfrentamos confirmamos que el pasado oscuro del PRI no fue una exageración. La censura en tiempos de Enrique Peña Nieto es real. Algunos periodistas han perdido la vida, y en Zeta no hemos dejado de anotarlo. Ante las voces independientes en contados medios, la sociedad civil y los periodistas comprometidos con la exposición de la verdad enfrentan a gobiernos sordos, manipuladores y represores. Vivimos aquí y ahora, en el sexenio de la confrontación con la prensa y estamos aprendiendo a transitar por sus oscuros pasadizos.
En 36 años de circulación hemos aprendido muchas lecciones que nos han fortalecido en un clima de hostilidad constante. Sabemos bien que el periodismo de investigación se ejerce con disciplina, perseverancia y mucha cabeza, y así bordeamos el futuro de nuestro semanario, evitando el silencio que es la muerte más inadmisible en un país donde hay tanto qué decir y tanto por hacer, a pesar de todo.