Mérida, Yucatán.- Como en su momento Fernando del Paso en 2015 cuando recibió el Premio Excelencia en las Letras “José Emilio Pacheco”, ahora Juan Villoro comparte con Semanario ZETA su discurso titulado “Un viento distante”, mismo que leyó el sábado 12 de marzo durante la ceremonia de recepción del Premio Excelencia en las Letras “José Emilio Pacheco” 2016 en la inauguración de la V Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY) que organiza la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY).
Acompañado de Elena Poniatowska, Cristina Pacheco y Jorge F. Hernández, además de autoridades universitarias y gubernamentales, Juan Villoro disertó ante poco más de 2 mil personas congregadas en el Salón Uxmal 1 del Centro de Convenciones Siglo XXI su texto “Un viento distante” que se comparte íntegro a continuación:
UN VIENTO DISTANTE
“Para apreciar los beneficios del calor conviene venir del frío. Mi abuelo materno nació en las montañas de León, España, donde pastoreaba ovejas entre la nieve. A los trece años corría el riesgo de los niños pobres que eran reclutados para el ejército.
“Aún no se ha escrito la novela de los españoles menores de edad que emigraron a América, no sólo en busca de mejoría económica, sino para salvarse de las balas. A los trece años, Juan Ruiz, quien sería mi abuelo, se embarcó en forma clandestina rumbo a un país donde la única promesa era el sol.
“Su primera cama en México fue el mostrador de la tienda que atendía por las mañanas. Trabajó en un sinfín de oficios hasta que consiguió una representación para vender azúcar. Alguien le dijo que los mejores clientes estaban en Yucatán, donde la gente tiene paladar dulce y el calor produce inventos. Uno de los más sorprendentes son los helados. En Progreso, se dirigió a la Nevería Milán para vender azúcar. El aire olía al frescor de frutas imposibles. Ahí conoció a mi futura abuela, Estela Milán. Nada mejor para un prófugo del frío que llegar a un sitio donde la nieve es algo que sabe a guanábana.
“Ya casados, mis abuelos se afincaron en Mérida, donde nació mi madre. Luego se trasladaron a la Ciudad de México. Mi abuela estaba tan absorta en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de la mudanza. Siguió viviendo en un Yucatán imaginario. La realidad era para ella una oportunidad de demostrar que todos los guisos mejoran con achiote y todos los transportes siguen la ruta “Malecón y Colonia”. Aficionada a las películas de vaqueros, disfrutaba el momento en que el Séptimo de Caballería salvaba a los héroes y ella podía pellizcarse el cuelo para exclamar: “chíquiti pollo-chíquiti pollo”. Me enseñó a dibujar y mi primer ejercicio fue trazar un “tucho nadando”. Sabía que “tuch” quería decir ombligo. ¿Qué clase de dibujo planeaba mi abuela? Con la seriedad de quien considera que el surrealismo es una obligación elemental, me explicó que debía pintar un ombligo nadando.
“En mi infancia, Yucatán fue el territorio de las fantasías posibles. Muchos años después supe que la verosimilitud es el arte de contar en forma natural lo sorprendente. San Jorge puede tenerle miedo al dragón, pero no duda de que exista. He tratado de escribir con la voz de mi abuela, procurando que el asombro tenga derecho a ser creído y surja con el tranquilo deslumbramientocon que un niño dibuja un ombligo nadando.
“La infancia es la edad definitiva. Lo que concebimos después deriva de esa etapa en que cada una emoción representa un aprendizaje. No hay nada más serio que un niño jugando ni nada más enigmático que un niño entre adultos. José Emilio Pacheco capturó estos misterios en varios cuentos de El viento distante. Que este premio lleve su nombre es un privilegio y una responsabilidad.
“Pacheco cultivó con fortuna todos los géneros literarios y luchó por preservar la soberanía de la cultura en un país asediado por la desigualdad, la violencia y la corrupción. Su vasta obra puede leerse como un riguroso sistema de alarma ante las catástrofes que se ciernen sobre México, donde aprendemos geografía a través de las tragedias: Taltelolco, Aguas Blancas, Tlatlaya, Ayotzinapa. Nombres propios del oprobio.
“En un país donde el presidente de la república ignora la legalidad y donde un procurador llama “verdad histórica” a una hipótesis indemostrable, la literatura tiene un valor político que no ha pedido, pero que no puede dejar de ejercer: cuenta la trama oculta y genuina de la vida, “los días que no se nombran”, como diría Pacheco.
“Vivimos una época de quebrantos, pero no dejamos de imaginar mundos posibles. El arte no cierra los ojos ante los agravios, pero también demuestra que, incluso en el horror, hay algo que no es horror. Preservar la ironía, la sensualidad y la experiencia lúdica son tareas de resistencia. Una tía de Jorge Ibargüengoitia dejó una frase que resume este ideal rebelde: “La vida quiso que fuera desgraciada, pero no me dio la gana”.
“La literatura es la más eficaz ventanilla de quejas para los desastres del mundo. El escritor hace el recuento de los daños a través de historias que, por más tristes y más rusas que sean, producen placer estético.
“No hay mayor ejemplo de temple ante la adversidad que el de un escritor yucateco: Juan García Ponce. Acosado por la enfermedad, no dejó de escribir novelas que eran un torrente de vida, una insólita aventura de la mente y el cuerpo donde la elevada temperatura erótica representaba un desafío de la conciencia.
“José Emilio Pacheco comparó a Juan García Ponce con un árbol afuera de su casa. La vida urbana había agredido el tronco y las ramas; los novios trazaban en su corteza corazones con sus iniciales; los empleados de la compañía de luz y la de teléfonos lo habían mutilado y le habían encajado alcayatas para poner cables; pero el árbol resistía. Al recibir el premio Pacheco pienso en el retrato que hizo de su colega, el introductor de Robert Musil, Pierre Klosowsky y Hermann Broch a México, el crítico de la pintura abstracta, el guionista de la película Tajimara, el caudaloso novelista de Crónica de la intervención, el autor de La casa en la playa, donde rinde tributo simultáneo al paisaje yucateco y las tribulaciones de la mente: Juan García Ponce.
“La literatura existe en densidad. Aunque numerosos autores quisieran ser los únicos sobre la Tierra, es imposible carecer de influencias. Este premio ha sido recibido por José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Fernando del Paso, tres autores decisivos para mí y con los que no puedo compararme. Su obra es ya definitiva; la mía aún está a prueba. El doctor Johnson decía que quien se vuelve a casar demuestra “el triunfo de la esperanza sobre la experiencia”. En esta ocasión, el jurado votó por la esperanza. Agradezco el atrevimiento que han tenido al distinguirme. No recibo el premio como un certificado de lo que ya hice, sino como un estímulo para tratar de merecerlo.
“Celebro estar en Mérida, la tierra de mi madre, rodeado de los signos de la cultura yucateca. Uno de los más importantes es la civilización maya. Cuando escribí en 1989 mi libro de viajes por Yucatán, Palmeras de la brisa rápida, entrevisté a varios arqueólogos. Le pregunté a uno de ellos qué exploraría si tuviera suficientes recursos: “Chichen-Itzá”, me respondió. No se trataba de una broma. La ciudad más conocida de los mayas no deja de producir noticias, como lo demuestran los recientes trabajos en la sección Serie Inicial.
“El pasado de los pueblos originarios no deja de suceder. Más difícil es aceptar que pertenecen a la actualidad. En 1989 escribí: “No se habla de los indios en tiempo presente”. Cinco años después, el movimiento zapatista puso el tema indígena en la agenda de la modernidad. Los fundadores de estas tierras reclamaban sus derechos. Luego de un largo proceso, el gobierno firmó con los zapatistas los Acuerdos de San Andrés, que no se han convertido en ley por incapacidad de todos los partidos políticos. Mientras tanto, la comunidades indígenas se han dedicado al heroísmo de la vida diaria. No puedo recibir un premio en zona maya sin pensar en quienes piden justicia en tzotzil, tzeltal o tojolabal y desean que algún día en este país se pueda mandar obedeciendo.
“He decidido donar el dinero que acompaña este premio a las comunidades zapatistas de Chiapas para contribuir, así sea de manera simbólica, a sus notables tareas de salud y educación. “Ayúdenos a no ser necesarios”, han dicho los zapatistas. Por el momento son imprescindibles.
“La literatura se dedica a mezclar el tiempo. Podemos conversar con los difuntos e imaginar futuros. Somos contemporáneos del Popol-Vuh y de civilizaciones por venir.
“En este cruce de los tiempos quiero aludir al de mi origen. Dedico este premio a la niña que leía El Tesoro de la Juventud bajo un árbol de flamboyán en Avenida Colón 501. Se llama Estela Ruiz Milán, ha cumplido 82 años y carga con los trabajos de ser mi madre. Si estuviera presente, ejercería su virtuosismo para llorar en público. No pudo acompañarnos porque se encuentra hospitalizada, pero de tan buen humor que en estos momentos ejerce su virtuosismo de conmover a los demás.
“En la última página de Palmeras de la brisa rápida quise retratar los vientos que recorren la península. Como el tiempo, el aire escapa pero regresa. La última línea del libro es: “El viento que se va, acaba de volver”. Un venturoso azar ha permitido que hoy reciba un premio que lleva el nombre del autor de El viento distante. Los logros de José Emilio Pacheco me quedan muy lejos, pero la generosa disposición de todos ustedes me hace sentir que no he llegado a Yucatán: he regresado. Muchas gracias”.