Sexenio tras sexenio, los mexicanos hemos padecido la ineficiencia e ineficacia de autoridades corruptas que solapan y se enriquecen de la actividad del crimen organizado en México. Permisivos siempre, estados y municipios se convierten en zonas de guerra intestinas, baños de sangre provocados por la ambición de un puñado de hombres y mujeres dedicados a secuestrar, asesinar y corromper sociedades, para obtener las ganancias de trasegar y vender droga. La permanente ausencia del estado de derecho que sostiene a la impunidad como la única constante en el país, convierte de manera natural a los mexicanos en hijos de la desconfianza, particularmente si la información que recibe viene de la autoridad formal. Las sospechas son mayores si se relacionan con el cártel de Sinaloa, grupo criminal que durante los últimos 16 años gozó de amplia libertad, por “convenios de inmunidad” presuntamente acordados a finales de los noventas, con autoridades de México y Estados Unidos, acusados por el júnior del narco, Vicente Zambada Niebla, en sus declaraciones ministeriales. Peor aún si se trata de “Joaquín” Archivaldo Guzmán “El Chapo”, a quien le facilitaron la fuga en el año 2001 “para evitar su extradición a Estados Unidos”. Difícil resulta para algunos creer la captura del hombre que burló y compró autoridades durante 13 años, uno de los hombres más ricos del mundo según la revista Forbes, el responsable del ingreso del 25 por ciento de la droga que circula en Estados Unidos, según la DEA y cabeza del cártel responsable de la mayoría de los homicidios ocurridos en México conforme a las policías locales. Las autoridades lo dejaron crecer, lo hicieron parecer invencible, y ahora no convencen a la población que es el hombre que tienen detenido. La mala experiencia genera desconfianza, incluso infundada. Conforme a información oficial y extraoficial, antes de pasar a “El Chapo” frente a los reporteros en el hangar de la Marina y anunciar su captura, lo habían seguido durante días, tenían identificación visual positiva, intervinieron sus comunicaciones, y para no dejar lugar a dudas funcionarios de México y de Estados Unidos le hicieron análisis de ADN, de hecho, los empleados del gobierno norteamericano que filtraron la información de la captura lo hicieron para presionar, para evitar que los mexicanos lo dejaran ir o se les fugara, con algún pretexto. Sin embargo nada de lo anterior ha sido suficiente para convencer a los escépticos que inundan las conversaciones personales y en línea con frases como “¿no es El Chapo, verdad?”, “es uno de sus hermanos” , “no se parece”, “lo agarraron para quedar bien con Obama”, “se entregó para que después lo dejen libre como a Florence Cassez”, “se entregó a cambio de algo”, “lo entregó El Mayo”, “lo van a dejar escapar otra vez” o “Peña lo hizo para ganarse su portada del Times”, entre otras . La desconfianza motiva a un sector de la población a obviar, que 13 años no pasan en vano, que luce igual a las otras fotos que se han difundido del capo en su periodo de prófugo, algunas incluso en compañía de su ex esposa Griselda, y que es un hombre de 66 años. Si bien con la captura de Guzmán Loera, el gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto no está salvando a México, ni va a lograr que los índices delictivos se reduzcan drásticamente, con esta acción la administración federal priista finalmente está mostrando disposición para tomar riesgos y cumplir con sus obligaciones, por lo menos en seguridad pública. Si tienen la capacidad de apresar a Joaquín Guzmán, también pueden detener a otros, como el caso de Servando Gómez “La Tuta”, uno de quienes contribuyen al caos en Michoacán y que tanto afecta a los mexicanos en estos momentos. Los éxitos reales del gobierno peñista en materia de inseguridad han sido limitados y sería mezquino escatimarle éste. Ahora su responsabilidad crece y la vara se coloca más alta: la lista de líderes de cárteles, secuestradores, homicidas y funcionarios corruptos, en el país sigue siendo extensa. Incluso en el caso de Guzmán Loera, la aprehensión es apenas el primer paso, todavía más importante resultará el proceso judicial, la capacidad de la PGR para procesarlo por todos sus delitos, y obligar con la Ley en la mano, a un poder judicial corrupto a sentenciarlo, a confiscarle propiedades y dinero mal habido –por él y su familia– para resarcir el daño a sus víctimas e invertirlo en la recomposición del tejido social que sus delitos han generado.