La historia de este país cuenta que el presidencialismo mexicano se cimentó a partir de 1946, cuando oficialmente, el Partido Revolucionario Institucional brotó de entre los escombros del Partido Nacional Revolucionario y del Partido de la Revolución Mexicana. Los antecedentes, claro está, datan a aquel famoso informe que Plutarco Elías Calles rindió el 1 de septiembre de 1928, cuando ante el Congreso de la Unión, proclamó el fin del caudillismo que protagonizó y anunció la llamada era de las instituciones, presunto cimiento de un México moderno que nunca se consolida. Setenta años tardamos los mexicanos en comprender y sufrir en carne propia los vicios ocultos de estas instituciones, producto de una militancia tricolor que se acomodó en la Presidencia para dar forma a un México con un autoritarismo asfixiante, amigo de la mediocridad, promotor de la transa, anti-democrático, ideológicamente castrante y multiplicador de la pobreza material, espiritual, social e intelectual. Primero, en 1989, cuando al panista Ernesto Ruffo Appel se le reconoció su triunfo como gobernador de Baja California en tiempos de Carlos Salinas de Gortari, y luego con la llegada de Vicente Fox Quesada a Los Pinos en el año 2000, no tardaron las voces analíticas en celebrar el fin de un presidencialismo mexicano que para entonces ya había transitado entre el absurdo y el ridículo. Ahí se celebraba la supuesta extinción de un presidencialismo exacerbado durante el mandato de Luis Echeverría, cuando todos los funcionarios públicos debían vestir guayaberas y ponerles a sus hijos nombres indígenas porque le agradaba al Señor Presidente, mientras que en el sexenio tragicómico de José López Portillo, hasta las ciudades fronterizas heredaron una infraestructura urbana hecha a imagen y semejanza del Paseo de la Reforma, con las disfuncionales glorietas incluidas; al tiempo en que para ser mexicano, había que reclamar las raíces españolas que tanto presumía el Ejecutivo. Por un momento, históricamente muy breve, en México se dijo que todo este espectáculo político-circense ya había quedado atrás. Sin embargo, a partir de 2012, con el regreso del PRI a los altos mandos de este país y teniendo a Enrique Peña Nieto ahora sí que en el rol estelar, los mexicanos estamos siendo testigos de todos esos vicios del presidencialismo que retoma aquello que el extinto Jorge Carpizo tuvo a bien definir como las facultades meta-constitucionales del Presidente. Esto se transparenta desde el innegable peso que la repartición de monederos electrónicos tuvo entre el electorado más vulnerable, hasta en la aprobación de todas reformas estructurales que tienen a México pendiente del primer episodio de “Cuna de Lobos” del PRI, el cual comenzará el 1 de enero de 2014, por aquello del IVA homologado por estos rumbos, el caos anunciado de la facturación electrónica, el golpe mortal al sector maquiladora, la vacilada de PEMEX y la CFE, el mutis de la prensa y un larguísimo etcétera. Dentro de este contexto, Peña Nieto se ha alisado una vez más el copete y, el viernes 20 de diciembre de 2013, encabezó un acto protocolario para modificar la Constitución y abrir el sector energético a la inversión extranjera, convocando a los gobernadores de las 32 entidades federativas del país, incluidos los que se opusieron anémicamente a la apertura, léase Tlaxcala, por ejemplo. Como buen tlatoani que es, el Presidente decidió que por un día, o tal vez un fin de semana entero, los gobernadores seguramente no serían tan necesarios en sus respectivos estados, sobre todo considerando el centralismo exacerbado que caracteriza a este Gobierno Federal. Por supuesto, la obediencia de los mandatarios locales fue unánime, pues, además, quién se perdería la oportunidad de salir estoicamente en la foto que documenta la firma del decreto que fue sustentado por el Poder Legislativo a un ritmo “fast track”, cuando el Presidente de México se retrataba junto a Bono, de la banda U2, en los funerales de Nelson Mandela. A la fecha, seguimos a la espera de leyes secundarias que seguro estarán sujetas a los caprichos de este presidencialismo mexicano anti-institucional, voraz y voluble que ha llegado a Los Pinos para poner en práctica el capitalismo de Estado, ese que hará que el tiempo corra muy lento en México de aquí hasta 2018, mientras los responsables de los gobiernos locales se alinean ahora sí que por la derecha o por la izquierda. Al fin y al cabo, el resultado es el mismo.