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viernes, diciembre 19, 2025
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Tijuana: Una ciudad que no cabe en los mapas

Dicen que hay ciudades que uno visita y ciudades que lo visitan a uno. Tijuana pertenece a la segunda categoría. No se deja mirar: te mira. No se deja caminar: te camina. No se deja entender: te desarma y te vuelve a armar con piezas que no sabías que traías dentro. Es una ciudad que no cabe en los mapas porque no cabe en ninguna definición. Se inventa todos los días, entre cerros, cañones y voluntades que no se rinden.

La primera vez que pasé por Tijuana fue en el verano de 1988, cuando todavía creía que la vida era una línea recta que iba de Saltillo a donde uno quisiera llegar. Viajé a Mexicali para estudiar un programa de fraccionamientos populares, pero el destino (ese viejo bromista) decidió que mi camino debía torcerse hacia el oeste. El vuelo se canceló, rentamos un taxi que parecía sonaja y cruzamos La Rumorosa entre el espanto y la admiración. Al entrar a Tijuana, la presa Abelardo L. Rodríguez se levantó frente a mí como una muralla de agua detenida por la voluntad humana. Algo se movió en mis adentros. No sé explicarlo todavía.

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Regresé a México al día siguiente, sin saber que Tijuana me había puesto una marca invisible.

Años después, en 1991, volví. Esta vez no como visitante, sino como enviado. Mario Luis Fuentes (amigo, cómplice y mensajero de decisiones tomadas muy lejos de nosotros) me dijo que Zedillo, Colosio y Carlos Rojas, querían que yo coordinara el Programa Solidaridad en Tijuana. “¿Y ustedes quién chingados son para decidir por mí?”, le dije. Pero la vida, como Tijuana, no pide permiso. Acepté por seis meses. Sólo seis.

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Los primeros días dormí en el Hotel La Hacienda. Luego, gracias a Nelly Rodríguez Avendaño (que con el tiempo sería como una hermana), renté un departamento frente a la Preparatoria Lázaro Cárdenas. La primera noche fue de perros: fiebre, escalofríos, una farmacia perdida en la madrugada y un vaporizador que apenas me sostuvo. A la mañana siguiente, con la cabeza hecha nudo, me reuní con Francisco Soto Angli, enlace del Ayuntamiento. Entre los dos echamos a andar el programa social más importante que Tijuana había visto en años.

Un mes después, la ciudad me había atrapado. Sus olores, su cadencia, su silencio que habla, su topografía que reta, su gente que empuja. Era como entrar al mundo de Nunca Jamás. Y yo ya no quería salir.

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No soy quién para calificar los resultados del Programa Solidaridad, pero sí puedo decir lo que vi: entusiasmo, alegría, fraternidad, esperanza y trabajo colectivo inundando las calles. Me fundí con la ciudad y su gente, en los cañones, los cerros y las laderas donde conocí amigos, compadres y compañeros de lucha fuera de serie. Tijuana es incertidumbre, pero su encanto trasmina el alma; es mucho más de lo que cualquier tijuanólogo haya escrito.

A las cinco de la mañana esperábamos las ollas de concreto en la colonia Libertad. Señoras, jóvenes, niños y todo lo que pudiera moverse, pavimentábamos ese sector del cual muchos presumen y tan pocos han trabajado. Las jornadas se extendían por toda la ciudad: Sánchez Taboada, Ciudad Jardín, Lázaro Cárdenas; el Florido, Otay, las Obreras, la Tejamen, la Internacional; Plan Libertador, Primo Tapia, el Tecolote, La Gloria, la Guanajuato; la 18 de Marzo, la Felipa Velázquez, Leandro Valle, el Mariano Matamoros, las Rinconadas, Nido de las Águilas; 10 de Mayo y el Cañón de Sainz. Donde hubiera una calle sin pavimento, ahí estaban las brigadas. Y pobre del que atentara contra su territorio: la delincuencia mascó mecate frente al empuje de la comunidad organizada.

Después de cada jornada, las colonias olían a tamales, mole oaxaqueño, corundas michoacanas, chiles rellenos; frijoles charros y cochinita pibil. Las señoras agarraban la pala y luego movían el jarro de los frijoles. Los niños jugaban entre costales de cemento. Los abuelos daban instrucciones. Las noches eran de bohemia: guitarra, caguamas y risas que se quedaban flotando en el aire.

El “Charro”, local comunitario de la colonia Libertad, se convirtió en nuestra casa. Ahí hacíamos asambleas, reuniones y fiestas colectivas. Varias veces llevé a don Carlos Montejo para que “pecara” con nosotros y se echara unas cervezas con la banda de promotores, colonos, albañiles y antiguos pachucos convertidos en vecinos entrañables.

Pero tanta dicha no podía ser eterna. El trabajo colectivo generaba superación comunitaria, pero también envidia entre quienes se autonombran clase política tijuanense. Aun así, la juventud no se quedó atrás: pasantes de Arquitectura, Ingeniería, Derecho, Economía y otras carreras se sumaron como prestadores de servicio social. Descubrieron que la realidad es la fuente básica del conocimiento científico. Hubo concursos de murales, poesía, rock, teatro, bailables regionales. Las colonias competían por ser el “Mejor Barrio de Tijuana”. Y las mujeres (siempre ellas) fueron el sostén de todo: con palas, escobas, ollas de mole y tamales; empujaron cada obra del programa.

Eso y más se vivió en un tiempo inolvidable. Un tiempo que todavía me camina por dentro.

 

El autor es presidente del Centro de Estudios y Proyectos para la Frontera Norte “Ing. Heberto Castillo Martínez” A.C.

Correo electrónico: [email protected]

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Autor(a)

Jaime Martínez Veloz
Jaime Martínez Veloz
Colaborador ZETA Tijuana.
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