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lunes, noviembre 10, 2025
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Felipe Ruanova Zárate: El hombre que urbanizó la rebeldía

Semblanza de un político imposible, constructor de ciudades

y saboteador de la mediocridad.

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Hay hombres que pasan como ráfagas. Y hay otros —raros, incómodos, necesarios— que se quedan como grietas en el muro del poder. Felipe Daniel Ruanova Zárate fue de estos últimos. Nacido en la Ciudad de México en 1945, pero forjado en la frontera: Ensenada, El Sauzal, Mexicali, Tijuana; donde el polvo y la dignidad se mezclan en cada esquina.

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Desde joven se asumió como político. No por ambición, sino por vocación. “Con los corruptos nunca condescendí. Por temor al contagio, rehuí de los pendejos”. Así vivía. Así incomodaba. Su independencia no era etiqueta: era cicatriz.

A los 26 años dirigía el Fomento Económico de Baja California. De 12 maquiladoras pasó a 124. Fundó 27 cooperativas textiles. Todo sin pedir permiso. Luego, en la Secretaría de Hacienda, descubrió cuatro mil 400 aviadores cobrando sin trabajar. Compró una máquina que reproducía su firma y los cesó en tres días. Incluido su hermano. Cuando lo increparon por no pedir autorización, respondió: “No sabía que tenía que pedir permiso para cumplir con mi deber”. Miguel de la Madrid, presente, golpeó la mesa: “¡Chingada madre, tengo 30 años en el Gobierno esperando escuchar eso!”.

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Como liquidador de Juntas Federales de Mejoras Materiales, limpió el terreno de simulaciones. Coordinó obras como el Claustro de Sor Juana y el Palacio Legislativo de San Lázaro, ahorrando 300 millones de pesos. ¿Cómo? Aplicando el método Ruanova: sentido común, terquedad y cero tolerancia a la estupidez.

Fundó PRODUTSA y urbanizó con honradez la Zona Río Tijuana. Denunció el robo de la Manzana 70 por parte de ICA y logró que se pagara. Inició parques, vialidades, módulos y fraccionamientos. Pero su obra más simbólica fue el Centro Cultural de Tijuana (CECUT). No lo diseñó ni construyó, pero lo soñó, lo gestionó, lo defendió. El proyecto original, del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, había sido rechazado en Chapultepec. Felipe lo rescató y lo propuso para Tijuana. Usó como conducto a la esposa del gobernador, quien lo presentó a la esposa del presidente. Resultado: una obra monumental que hoy es símbolo cultural de la frontera.

Cuando Don Pedro lo regañó por exhibirlo ante la Primera Dama, Felipe respondió con desparpajo: “El proyecto podía realizarse en cualquier ciudad”. ¿Y el dinero? “Lo suficiente.” Porque en su mundo, los recursos se gestionan, no se lloran.

Como aspirante independiente a la presidencia municipal, lanzó desafíos al rostro del poder. Propuso nombrar regidores como delegados políticos por distrito. Exigió que la CESPT —el agua, el drenaje, la vida misma— volviera al municipio. Quiso revocar la concesión del aeropuerto entregado ilegalmente a una empresa española. “¿Y si les peinamos la pista?”, habría dicho con sarcasmo.

Propuso erradicar las tragamonedas que envician a los niños y crear el SILOSAT, sistema satelital para recuperar autos robados. Soñó en hectáreas: recuperar Rosarito, expropiar El Monumento para transporte eléctrico, donar el ex-hipódromo a la UNAM para fundar el Campus Tijuana. También propuso un Servicio Social Comunitario Juvenil obligatorio, con becas, alimentos y formación profesional. Porque los adolescentes no son problema, sino solución. Y los maestros jubilados, brújula.

Fue outsider perpetuo: candidato del PT, PVEM, PRD, PRI, Movimiento Ciudadano, e independiente. Nunca ganó, porque nunca se dejó domesticar. Su filosofía era clara: “Nunca pedir permiso para cumplir con mi deber”. En la política mexicana, eso es casi terrorismo.

Como columnista, fue libre, ateo, apartidista y gratuito. Escribió libros que incomodaron a todos los partidos, especialmente al PAN: “El Cártel del PAN”, “El megafraude del PAN en la elección de 2013”. Vendió miles de ejemplares, pero nunca vendió su conciencia.

En lo comunitario, fundó juntas de vecinos, forestó parques, denunció despojos, defendió reservas ecológicas. Todo sin cobrar, sin pedir aplausos, sin buscar estatuas. Su mayor orgullo: haber participado al 50 por ciento en la formación de una familia honesta. El otro 50 por ciento lo atribuía a la vida, que a veces se porta bien.

Felipe Ruanova murió en abril de 2020, pero no se fue. Quedó sembrado en cada calle que ayudó a construir, en cada ley que reformó, en cada palabra escrita con rabia y ternura. Fue cronista de la dignidad, arquitecto de la memoria, rebelde con causa y sin permiso. La verdadera revolución, decía, empieza por no pedir permiso.

 

El autor es presidente del Centro de Estudios y Proyectos para la Frontera Norte “Ing. Heberto Castillo Martínez” A.C.

Correo electrónico: [email protected]

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Autor(a)

Jaime Martínez Veloz
Jaime Martínez Veloz
Colaborador ZETA Tijuana.
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