En el filme de Brady Corbet, Laszlo Toth es un arquitecto judío que huye de la posguerra en Hungría en 1947 y va a dar a Pensilvania, donde enfrentará otras batallas nada menores.
En la vida real, Toth no es aquel hombre que dañó La Piedad de Miguel Ángel, sino la síntesis de arquitectos magistrales como Marcel Breuer y Paul Rudolph en una película que busca exponer las dificultades que un artista enfrenta en momentos históricos oscuros, donde la viveza humana gobierna. Cualquier similitud con la realidad es totalmente intencional.
Adrien Brody demuestra una vez ser un genio de la actuación y tal vez encontró en este personaje una similitud con su propia historia. Su madre es una fotógrafa húngara que debió abandonar su país en la misma época convulsa del antisemitismo. De ahí quizás la insuperable interpretación de este papel que estremece y por eso mismo trasciende.
En esta cinta los lugares comunes no tienen cabida. Estamos ante un arquitecto visionario formado en la Bauhaus, después reducido a un inmigrante más en los Estados Unidos en vías de convertirse en un país moderno.
Toth creyó en ese modernismo que en gran medida le ofreció el influyente Harrison Lee Van Buren (Guy Pierce), sin saber que la sociedad que lo recibía no estaba preparada para su obra brutalista.
El llamado a comprometer su integridad, reducir su arte a un trato y plantearse dilemas emocionales y morales nunca antes experimentados, se convierten en parte de la nueva vida de este hombre que se salva de una muerte física, mas no intelectual, incluso poniendo en riesgo su matrimonio con Erzsebet (Felicity Jones).
Laszlo es, pues, un creador que quiere dejar las ruinas del pasado atrás y abrirse paso con monumentos en un mundo que parece nunca escapar de su mezquindad. Brady ha hecho con este personaje un trabajo extraordinario que merece ser reconocido como una obra maestra del cine universal, con todo y sus tres horas y media de duración que no se sienten, se viven. No cualquier filme logra tal nivel de compromiso con su público. ****
Punto final.– Los caminos del Globo de Oro y el Óscar suelen bifurcarse. No hay que olvidarlo.