El manto gris del paso del tiempo.
El tiempo pasa inexorable, dice la canción: la juventud se va, se va, se va tan rauda como el viento. Los años pasan como las hojas de un libro en una ventisca, empiezas a oír menos; el mundo se te aleja, tienes que pedir que suban la voz o seguramente mandarán a apagar la radio donde escuchas con sonido fuerte. Las piernas empiezan a flaquear, las distancias cortas se hacen largas y las largas eternas. Los viejos huesos de la cintura manifiestan su cansancio con dolor y la ciática se hace sentir con fuerza. Las nalgas te duelen cuando el asiento es duro, de piedra o madera. Entre glaucoma y macula, va desapareciendo lentamente el mundo que veías, y todo pierde brillo. El sueño te invade a cualquier hora y en cualquier oportunidad.
Te resistes, haces ejercicio, procuras participar en todo; te tienen que leer para ti, tú que terminabas un libro en un santiamén. Tu cerebro funciona muy bien; aún no padece los terribles síntomas de la decadencia, lo que permite que puedas escribir esto, conversar y dar pláticas. El manto va cayendo inevitablemente, permanentemente, constantemente a ratos en ráfagas, a ratos con lentitud.
¡Ay! Con lo que tengo me conformo. Aún puedo soportar la vida oyendo música, viendo películas en pantalla grande, escuchando a mis amigos, enterándome en noticieros de televisión a todo volumen. El manto cae, la vida se va yendo, los recuerdos se agolpan en la mente y desean ser contados, platicados, escritos. Encuentro nuevos sentidos a viejos acontecimientos, descubro recovecos en el pasado que me permiten reflexionar en historias que fueron. El problema es: ¿hasta dónde mi memoria es certera o transforma el pasado a su arbitrio?
Curiosamente el manto que cae no calienta, enfría; se siente el frío en los huesos. Encuentro viejos amigos, pocos; muchos se han ido, aun así, con los que comparto historias y experiencias del ayer, regocijándonos en lo hecho y en lo acontecido. El manto cae, empieza a pesar, empieza a dar ganas de terminar, pronto, pues la decadencia cansa, estorba, agota, molesta… pero es inevitable.
Se temen las caídas, se teme el anochecer, se teme la soledad, se teme la equivocación en lo que antes era uno certero. Se pierde la capacidad de decidir, otros deciden por uno en cosas relevantes y alguien comenta con cariño “hay que ayudarle al viejo, no sabe lo que hace”, “hay que ayudarle al viejo por su bien” y de pronto empieza uno a arrinconarse, a buscar los espacios de confort, el sillón cómodo, lo cercano al calefactor, el no desvelarse y dormirse en cualquier lugar, el contar viejas historias repetidas al infinito o contar de asuntos que ocurrieron en un lejano antaño.
Recordar el pasado mejor que el presente, pensar en que las cosas de antes siempre fueron mejores, y ya no entender el idioma y la actitud de los jóvenes que se vuelven desconcertantes y extraños; son otros mundos empalmados en el mismo. Nos acogemos a la esperanza de nuevos medicamentos y nuevas tecnologías… ¿Llegarán a tiempo? Dios quiera.
José Galicot es empresario radicado en Tijuana.