A propósito de la temporada de elecciones en que estamos, y además de las malas acciones que se están llevando a cabo por parte de los gobiernos municipal y estatal, me voy a permitir compartirle algo de lo que el Barón de la Brede y de Montesquieu comenta, y que considero que a más de dos de nuestros políticos les queda “como anillo al dedo”.
Se corrompe el sufragio por la intriga y el soborno, vicios de las clases elevadas; la ambición de cargos es más fuerte en los nobles que en el pueblo, ya que éste se deja llevar por la pasión.
En todos los estados en que el pueblo no tiene voto ni parte en el poder, se apasiona por un comediante, como lo hubiera hecho por los intereses públicos. Lo peor en las democracias es que se acabe el apasionamiento, lo cual sucede cuando se ha corrompido el pueblo por medio del oro: se hace calculador, pero egoísta; piensa en sí mismo, no en la cosa púbica; le tienen sin cuidado los negocios públicos, no acordándose más que del dinero; sin preocuparse de las cosas del gobierno, aguarda tranquilamente su salario.
La corrupción irá en aumento, así entre corruptos como entre corrompidos. El pueblo se repartirá los fondos públicos: así como ha entregado a la pereza la gestión de los negocios públicos, añadirá a la pobreza el lujo y sus encantos. Pero ni la pereza ni su lujo le apartarán de su objeto, que es el tesoro público.
No hay que admirarse de que, por dinero, venda los sufragios. No puede dársele mucho al pueblo sin sacarle más; pero tampoco puede sacársele algo sin transformar el Estado. Cuando más parezca sacar provecho de su libertad, más próximo estará el momento de perderla.
Se forman tiranuelos con todos los vicios de uno solo. Y la poca libertad que quede, llega a hacerse inaguantable: surge un solo tirano y el pueblo pierde hasta las ventajas de su corrupción.
La corrupción llega al colmo cuando los títulos o las funciones son hereditarios: ya los privilegios no pueden tener moderación. Como sean pocos, su poder aumenta, pero disminuye su seguridad; de suerte que, aumentado el poder y disminuyendo la seguridad, el exceso de poder es un peligro para el déspota.
Atentamente,
Alfredo Flores Zamora
Tijuana, B.C.
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