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viernes, octubre 4, 2024
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Terror y tierra

Durante sus cincuenta años de existencia, ETA, el grupo terrorista vasco, realizó más de 3 mil atentados, cobrando la vida de cerca de 900 personas y generando miles de víctimas de la peor violencia en España. Sangre insaciable motivada por un nacionalismo extremo y una visión política de una radical izquierda separatista. 

Hasta 1997, ya sea por la violencia o por el apoyo social de su entorno, ETA había logrado mantener su reinado de terror con expresiones menores de repudio y condena. Todo cambió el 10 de julio: el Concejal del Partido Popular en Ermua, provincia de Viscaya en el país Vasco, Miguel Ángel Blanco, fue secuestrado. ETA exigió que los terroristas presos fueran trasladados en 48 horas a cárceles cercanas, de lo contrario asesinarían al joven político. De manera inmediata la sociedad española reaccionó como nunca lo había hecho, rechazaron el ultimátum a su vida, millones marcharon al día siguiente, cientos de miles acompañaron en vigilia en las principales plazas de España, esperando la hora cero. Y esta llegó. Maniatado y con dos disparos en la cabeza, encontraron a Miguel Ángel Blanco; sólo sobrevivió unas cuantas horas. La reacción a su muerte fue descomunal, España entera tomó el espacio público y dos lápidas colectivas nacieron ese día, mismas que marcarían el inicio del declive y fin de ETA dos décadas después: “Vascos SÍ, ETA NO” y el epitafio “El día que ETA perdió la calle”. 

¿Qué podemos aprender en Baja California de este lejano y terrible episodio? Que una comunidad puede, cuando lo decide, tomarse de los brazos y levantar la voz para iniciar el largo y difícil camino de enfrentar al mal, con lo único que tiene para detener la violencia: su contagio colectivo. Desgraciadamente no hemos sido tocados aún por la solidaridad, empatía y hermandad que le debemos a esta península. Y es que la tierra de nuestro estado está manchada de sangre, toda inocente, porque nadie tiene el derecho de arrebatarle la vida al prójimo, fuera de aquellos que por ley deben de protegernos. Y tampoco hemos sido tocados por el hartazgo, la conciencia y el asombro, de caminar sobre tierra ensangrentada. Baja California es y sigue siendo tibia ante su nueva característica: el terror que habita en sus entrañas.

La normalización y asimilación de la violencia nos está cambiando la cara, para mal. No podemos buscar, promover o presumir el desarrollo social, económico y urbano de nuestro entorno cuando no aceptamos nuestro pecado social: la indiferencia individual y colectiva. Es tan grave nuestra apatía, que, hasta esta reflexión desde la comodidad de mi espacio, es lastimosa. Como lastimoso es que este mismo día, el Presidente de la República reconozca el incremento de la violencia en nuestro Estado, sin aportar ruta de solución concreta, pero eso sí, poniendo énfasis en resolver el rancio conflicto interno entre representantes de su falaz transformación: su exgobernador y su gobernadora; o que esta última, anuncie con total falta de tacto y oportunidad, un viaje de promoción turística a Nueva York; o que nuestra alcaldesa sólo se distraiga de su fotografía diaria, para defender a su Secretario que anda en eventos de Morena como servidor público en funciones. Así la indolencia de los más interesados en que todo pase sin el menor ruido social. 

Pero para su desfortuna, la delincuencia organizada no es silenciosa. 

El descubrimiento de fosas clandestinas que a este momento suman 15 cadáveres, encontradas por padres de familia de hijos desaparecidos, es una lección que Mexicali no quiere asimilar, que nuestros gobernantes no quieren enfrentar y que las corporaciones policiacas no explican. El juego de voltearse hacia otro lado y pensar que la vida continuará como si nada hubiere pasado, ya no es solución. A nuestro municipio le llegó el momento de definición social y solidaridad que egoístamente queremos retrasar, a la espera de un agravio de mayor terror. No es posible que aquí, en esta tierra, con nuestros grandes anhelos y presunción norteña, ignoremos la gravedad de sepulturas comunes que significan la pérdida TOTAL del orden público, ya sea por criminal complicidad o detestable incapacidad del gobierno que nos hemos dado. 

Si permitimos la ruta de la frivolidad, simpleza y desinterés de la totalidad de nuestra clase política en algo tan grave, es sin duda responsabilidad nuestra. Si el dolor y desesperanza ajena es ignorada, nos habremos abandonado como sociedad y esta tierra verá cosas peores, como las ha visto el resto de México. 

Y es que por la cobardía de evadir el puño en alto y el grito de NO MÁS VIOLENCIA, quién terminará perdiendo la calle seremos nosotros y no los terroristas de la delincuencia organizada… y tarde, en una plaza publica aún más peligrosa, nuestros hijos con miedo lo recordarán y nos lo reclamarán.

Héctor R. Ibarra Calvo

Correo: hectoribarra@idlegal.com.mx Twitter: @ibarracalvo

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