Columna invitada
Hace unos días me encontraba trabajando en Hermosillo y no encontré vuelo de regreso, así que, con el paquete de coyotas para mi madre, tomé un autobús rumbo a Mexicali. Ya había oscurecido cuando, antes de Santa Ana, pasamos el retén de Querobabi, controlado por el Ejército mexicano. Menos de diez minutos después, el autobús paró de pronto en medio de la nada.
Al abrirse su puerta interna, aparecieron siete personas, todas vestidas igual: encapuchadas, con gorra y sudadera negra, pantalón tipo cargo café. Ninguna presentaba gafete ni insignia, tampoco armas expuestas; cargaban desarmadores manuales y eléctricos; recorrieron el autobús, preguntando aleatoriamente a los pasajeros por su identificación y nacionalidad; uno de ellos quedó frente a mí, esperando a sus compañeros, le di las buenas noches y pregunté de qué corporación eran. “Somos federales” me dijo, sin añadir más. Por la ventana solo alcancé a distinguir un pick up blanco con una torreta de estrobos. De repente, tres de ellos rodearon a una pareja joven, con su hijo de menos de cinco años, y conversaron con ellos alrededor de cinco minutos; al final, cerraron aún más el círculo en torno al asiento donde se encontraba el padre. Hubo movimientos e instrucciones; se incorporaron y salieron del autobús, el rostro de la esposa era de tristeza mientras abrazaba a la criatura.
Pasamos Santa Ana y después de la parada en Caborca, de nueva cuenta, sobre la carretera en un punto solitario, fuimos abordados por un grupo distinto de “agentes”; en esta ocasión eran sólo cuatro, con las mismas características y proceder, con la diferencia que uno de ellos me preguntó a qué me dedicaba. “Abogado”, le dije. “¿Qué hacías en Hermosillo?”. “Trabajar”, le contesté. Se volteó y de manera directa fue hacia el mismo padre de familia, lo levantó de su asiento y se metió con él al diminuto baño del autobús. Esta vez duraron más tiempo, hasta que salieron y abandonaron el autobús; el joven se sentó de nuevo, su mujer algo le preguntó de pasillo a pasillo, hablaron y ella quedó más asustada.
Llegando a Sonoyta bajé del autobús para caminar y estirarme; detrás de mí bajó el joven papá, me volteó a ver y le pregunté “¿todo bien, amigo?”. “Sí”, me respondió; “así es esto”, añadió. Confirmando si estábamos en Sonoyta, me comentó que ahí era su destino. Era la medianoche. La familia bajó y se quedó esperando que alguien pasara por ellos a la Central, eran sin duda migrantes; colombianos o venezolanos, no pude distinguir. No puedo asegurarlo, pero he visto cómo se comportan malos elementos en infinidad de ocasiones y creo evidente que fueron extorsionados dos veces; marcados e identificados como presas atacadas por la misma manada, ligeramente separada.
¿Por qué el relato de algo que sucede hora por hora, carretera por carretera y aeropuerto por aeropuerto en la frontera de nuestro país? En el norte todos lo sabemos, pero parece que en Palacio no.
Hace unos días escuche al Presidente de la República afirmar que nuestro país es más seguro que Estados Unidos. “No hay ningún problema para viajar por México con seguridad”, dijo. Independientemente de que el mandatario miente de forma tan grosera, al rebasarse -tan sólo en 2022- en más de diez mil homicidios los sufridos en el vecino país (y sin considerar que tienen 200 millones más de personas que en México), lo que me golpeó no fue su engaño, sino la conexión inevitable con lo que viví en Sonora. Recordé la vulnerabilidad de la mujer viendo a su esposo, la impotencia de éste ante el abuso y el ambiente de incertidumbre que compartimos los que acompañábamos su travesía, al desconocer qué estaba pasando con ellos; y en la oscuridad y desolación del monte, ¿quiénes eran los que nos abordaron?, ¿dónde nos encontrábamos?
Al ejemplo más sutil y ligero de lo que puede representar viajar por México cuando la violación viene de quienes deberían cuidarnos, sumémosle el terror de atravesar cualquier territorio controlado por la delincuencia organizada. Innombrable la exposición de un padre de familia hacia sus niñas, jóvenes o esposa recorriendo ese México. Un México sin gobierno, sin poder público que proteja a su pueblo. Un México hipnotizado día a día en un monólogo de resentimiento, de duelos con molinos de viento y grilla electoral hartante. Un México que ya se les escapó de las manos y que debemos atraparlo, porque la propaganda y el discurso no salvarán a nuestros viajeros.
Héctor R. Ibarra Calvo es mexicalense, abogado postulante y catedrático de Amparo en Cetys Universidad. Regidor en el XXII y XXIII Ayuntamiento de Mexicali.
Correo: hectoribarra@idlegal.com.mx Twitter: @ibarracalvo