“Lo primero que intentan las autoridades investigadoras o los gobiernos locales, es revictimizar al periodista asesinado, argumentando que las líneas de investigación, y muchas veces cuando estas ni siquiera se han definido, apuntan a que el homicidio fue por otros motivos, ajenos a la libertad de expresión, ajenos a la censura”.
Ni un minuto de su tiempo dedicó el Presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, para referirse al terrible asesinato de dos periodistas el lunes 9 de mayo en Veracruz. Por supuesto tampoco hubo un minuto de silencio a manera de homenaje a las periodistas atacadas a balazos. Ni promovido por el Presidente, ni solicitado por los del gremio que asistieron a la conferencia matutina del 10 de mayo a Palacio Nacional.
En menos de un minuto, efectivamente, López Obrador salió del paso con una brevísima declaración: “Estamos en la investigación y pronto vamos a tener un informe, es lamentable, y nuestro abrazo a los familiares de las víctimas”. Eso fue todo lo que dijo. Ni una palabra más, ni un compromiso de su parte para generar condiciones de seguridad en México, ni una promesa de ejercer el Estado de Derecho, ni un llamado a la fiscalía general de la República para que colabore en las investigaciones. Nada.
Lo más grave, es que en los pocos meses recorridos del 2022, apenas cuatro y nueve días del vigente, en el país han asesinado a 11 periodistas. Johana García, camarógrafa, fue la número 10, su compañera y directora del portal de noticias El Veraz, Yessenia Mollinedo, fue la 11. Los periodistas, como los cientos de miles de ejecutados en México, se están convirtiendo en una estadística de la impunidad y la corrupción que impera en este país.
A las dos mujeres periodistas, las mataron a balazos. Sus asesinos, con sigilo e impunidad, las sorprendieron cuando se encontraban dentro de un vehículo y las acribillaron. Johana García murió en esa horrible escena del crimen. El cuerpo de Yessenia Mollinedo, no pudo con los siete balazos que le entraron, y dejó de respirar en un cuarto de hospital minutos después del ataque.
Ese día, el 9 de mayo, se había convocado a una vigilia en varios estados de la República, por el asesinato, cinco días antes, del periodista Luis Enrique Ramírez en Culiacán, Sinaloa. Autor de la columna “Fuentes Fidedignas”, Ramírez había sido privado de su libertad aunque la intención final era matarlo. Se lo llevaron de un lugar cerca de su casa. Para someterlo, le impactaron con un disparo en la pierna. Lo subieron a un carro, y ya no se supo de él hasta que su cuerpo fue abandonado a la orilla de una carretera, cubierto en plástico. Además del disparo, el cuerpo de Luis Enrique tenía visibles golpes en tórax y cabeza. Extraoficialmente, murió por los golpes que le asestaron en la cabeza. De la investigación de su muerte, de la identificación de sus asesinos, del móvil, nada se sabe. La Fiscalía General del Estado de Sinaloa, no ha ofrecido más información a siete días del crimen.
Como en el caso de las mujeres, cuyos asesinatos las leyes estatales determinan que tienen que ser abordados, investigados de entrada, como un feminicidio, y que la investigación confirme o modifique el tratamiento judicial del caso, los asesinatos de periodistas deberían verse, de entrada en la indagación, como un asunto relacionado a su oficio, como un atentado a la libertad de expresión, como un acto de censura.
Suelen los gobiernos, aun cuando en sus facultades no están las investigaciones, sino en Fiscalías o Procuradurías, intentar desviar la atención del asesinato de un periodista sobre el ataque a la libertad de expresión, dado que este es un derecho humano, una garantía consignada en la Constitución Política de los Estados Unidos, y además un eje importante que contribuye a la órbita de la democracia.
Pero no en México no es así. Lo primero que intentan las autoridades investigadoras o los gobiernos locales, es revictimizar al periodista asesinado, argumentando que las líneas de investigación, y muchas veces cuando estas ni siquiera se han definido, apuntan a que el homicidio fue por otros motivos, ajenos a la libertad de expresión, ajenos a la censura.
En otros casos, buscan chivos expiatorios para proteger a terceros. Es el ejemplo ahora, en este Gobierno, del asesinato de Lourdes Maldonado, sucedido en Tijuana, Baja California, y donde una de las líneas de investigación es el político, exgobernador del Estado, y depuesto senador, Jaime Bonilla Valdez. Desde la Presidencia de la República, sin una prueba científica, sin un proceso de investigación, con dos investigaciones abiertas, pretendieron mal informar a los mexicanos, argumentando que tanto el caso de Maldonado como el de Margarito Martínez, ya estaban cerrados, al concluir, desde la Presidencia y no desde el proceso investigativo de la Fiscalía General del Estado, que los dos asesinatos de los periodistas estaban vinculados, y que el autor intelectual era un miembro del cártel Arellano Félix. Sin argumentar móvil para justificar lo injustificable, desde una conferencia mañanera se falseó información.
No es verdad que los asesinatos de Lourdes y de Margarito estén vinculados. No es verdad que el autor intelectual de ambos sea una misma persona que, efectivamente, ocupa un lugar de quinta en una célula del cártel Arellano Félix. No es verdad, como dijo en otra mañanera el Presidente López Obrador, que su amigo, Jaime Bonilla (por cierto evidenciado por la UNAM de no haber estudiado ni egresado de esa institución en ingeniería), ya había sido deslindado y que no había nada que lo relacionara al crimen contra Lourdes Maldonado.
De acuerdo a la FGE de Baja California, la investigación no ha concluido, Jaime Bonilla no ha sido llamado a declarar pero es una acción que no está descartada, pues la queja que la periodista le dio personalmente al Presidente de la República, sobre el abuso de poder de Bonilla en un caso de litigio laboral que ella enfrentaba y que le llevó a decirle a López Obrador, que temía por su vida, es parte de la investigación, junto con el triunfo legal que Lourdes había anunciado apenas tres días antes de que la asesinaran.
En el caso de Margarito Martínez, la línea de investigación más fuerte, es que un sicario de una célula del CAF, David López “El Cabo 20”, ordenó asesinarlo por dos razones: porque asumía (erróneamente) que Margarito, fotógrafo profesional y periodístico, estaba proporcionando información sobre su célula delictiva y la participación de su familia en la misma, a diversos medios de comunicación; la otra razón, “hacerle un favor” a un facebookero (Ángel Peña) que, semanas atrás, había tenido un enfrentamiento en vivo por redes sociales, con Margarito Martínez, a quien acusó, precisamente, de proporcionar información a páginas clandestinas de información criminal. “El Cabo 20”, utilizó al “Cabo 16” como intermediario para contratar a los asesinos materiales, y justo a esta personas, es a la que señala el subsecretario Mejía teniendo como testigo al Presidente de la República, de ser el autor intelectual de los dos asesinatos, aunque en el caso de Lourdes no hay, hasta el momento, nada que lo ligue ni periodísticamente, ni personalmente, no profesional, ni criminal.
La única cuestión en común entre los dos asesinatos de los periodistas en Tijuana, es que sus asesinos, concentrados en grupos de tres, fueron contratados para matar a los comunicadores. A los asesinos de Margarito, les pagaron 40 mil pesos, a los de Lourdes, cinco mil dólares a cada uno de ellos. El intermediario entre el o los asesinos intelectuales de la periodista sólo ha sido identificado por la FGEBC, como “Alejandro”, un lídersillo criminal dentro de una célula del cártel Arellano Félix.
De los once periodistas asesinados en lo que va de 2022 en México, en pocos casos se tiene información sobre las líneas de investigación, en menos se han aprendido a los asesinos materiales, y en ninguno han investigado, procesado o generado una orden de aprehensión contra el o los autores materiales.
No existe un compromiso férreo por parte de la Presidencia de la República, o de la Fiscalía General de la República, para coadyuvar con en las investigaciones en los Estados, como sí lo hicieron en el caso del crimen de Lourdes Maldonado, con la evidente intención de proteger a Jaime Bonilla.
México se encamina a ser el país más peligroso para el ejercicio de la libre expresión, el de mayor riesgo para los periodistas y el de la mortalidad más alta en el gremio, siendo un país pacífico sin conflicto bélico, más allá de la insana guerra de cárteles que vulnera a la sociedad entera, especialmente ante la falta de políticas públicas por parte del Gobierno de la República, para contener este fenómeno de inseguridad y violencia.
Ahora, como antes, México está resultando fatal para la libertad de expresión ante los asesinatos de periodistas, ante un Gobierno indiferente que ignora la facultad que tiene para garantizar seguridad a los mexicanos, imponer el Estado de Derecho, y proteger la democracia, respetando y garantizando la libre expresión.