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domingo, abril 7, 2024
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Carta abierta a doctores del Hospital Velmar

A los doctores que atendieron a mi esposo, Markus Gross, en el Hospital Velmar por el accidente que sufrió el 8 de enero de 2022 hasta su muerte 17 días después… No sé exactamente qué decirles.

Mi esposo llegó al Hospital Velmar con fracturas en el cráneo, sangrado en el oído izquierdo y contusiones y fracturas en toda la parte izquierda de su cuerpo. Llegó a eso de las 13:30 horas. Hubo retrasos para conseguir un neurocirujano, llevarlo a que le sacaran imágenes, tomar decisiones con respecto a la cirugía, ponerle sedantes y entubarlo. La seriedad de la situación ameritaba que empezaran a tratar la hemorragia lo más pronto posible.


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Conseguí una medicina (ácido tranexámico) que me solicitó conseguir el neurocirujano para reducir el sangrado, cuando salí del hospital a las siete de la noche. Conseguí cinco ampolletas que entregué en el hospital a las 8 p.m., antes de regresar a casa con mi hijo. ¿Sirvió de algo? No lo sé.

El domingo por la tarde me llamaron para decirme que lo iban a operar ese día y que fuera a firmar los documentos de autorización. Ahí encontré al neurocirujano y al médico intensivista, y les pedí que revisaran otras partes del cuerpo, pero comentaron que lo de la cabeza era lo que ponía en riesgo su vida y que eso tratarían primero. ¿Acaso la situación no ameritaba que pusieran atención a las demás lesiones, para evitar complicaciones? No lo sé.

Cuando ingresó al hospital le sacaron una radiografía del tórax; me dijeron que era para asegurarse de que no tuviera COVID. La radiografía indicó que no, sin embargo, el miércoles siguiente diagnosticaron que estaba enfermo. ¿Cómo es eso posible?


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Al comentarle al médico que yo no tenía nada, me hizo el desatinado y sarcástico comentario de que seguro yo también tenía, siendo la cónyuge. Siento decirle, señor doctor, que dudar de la palabra de alguien que hasta el momento no había pecado de falta de honestidad dice más de usted que de mí. Aparentemente tres de los médicos que tuvieron contacto con mi marido el día que ingresó, habían salido positivos a COVID. ¿No sería alguno de ellos el que le pasó el bicho a mi esposo? No lo sé.

El último día que pude ver a mi esposo con vida, el 12 de enero, fui a ponerle ministraciones de Voltaren en el cuerpo para tratar de controlar la inflamación que aumentaba día a día en su cuello, en su brazo y en su abdomen, y ministraciones de Barmicil en los raspones que tenía, para que estuviera más cómodo. No le hablaba por miedo a que le afectara la lesión que tenía en la cabeza, pero no me perdono no haberle hablado en esos días, para que supiera que estaba ahí, con él, si es que podía escucharme.

Al ponerle las ministraciones, se veía que sí las sentía porque reaccionaba; no sé si porque la pomada estaba fría, o por el contacto, o ambos. Pero sí veía que después de un momento lo relajaba. No pensé reportar estas hinchazones a los médicos, pensando que seguro ellos también podían notarlas.

Fue un verdadero suplicio enterarme el jueves por la mañana, cuando fui al hospital de visita y que el enfermero no me dejó acercarme a mi esposo, que había salido positivo a COVID y que no podría verlo por varios días. Así que lo dejé en manos de los médicos. Pasaron cinco días más, hasta el 17 de enero, cuando me comentaron que mi esposo entró a quirófano a una laparoscopía de abdomen porque estaba muy hinchado, y le habían sacado dos litros de líquido del abdomen. Aparentemente normal. Cinco días desde que lo noté hinchado hasta que los médicos consideraron que había un problema y buscaron a alguien que lo tratara.

También ese lunes empezaron las diálisis, que siguieron hasta el día anterior a su muerte, porque sus riñones no estaban funcionando; diálisis y las transfusiones de plasmas y de plaquetas que, por lo visto, necesitaba también casi diario. Y durante todo este proceso yo esperaba que él pudiera en algún momento regresar a casa. En vez de pensar eso, debí haber insistido en que me dejaran entrar a verlo, en que le hicieran la prueba de COVID de nuevo, para que yo pudiera entrar, pero no lo hice. Uno de los médicos me dijo que no podría entrar por dos o tres semanas.

Pensé “¿Cómo es eso posible? Mi esposo no ingresó al hospital por COVID, a los que contraemos la enfermedad fuera del hospital nos dicen que después de siete días podemos salir de cuarentena si salimos negativos a la prueba. ¿Por qué me dicen que tengo que esperar de dos a tres semanas?”. No lo sé.

Lo que sí sé es que después de una semana no solo no le habían hecho aún la prueba de COVID, sino que -además- me dicen que ahora tiene una neumonía. Una sepsis pulmonar. ¿Cómo es posible? ¿Acaso relacionado al golpe? Según el médico intensivista, por el COVID… ¿pero qué evidencia tiene, señor médico? ¿Acaso sigue enfermo de COVID?

Es jueves 20 de enero, no le han vuelto a hacer la prueba, no saben si sigue positivo, pero no me dejan entrar al hospital. ¿En las radiografías ya habían notado que tenía fracturas en las costillas? ¿Acaso no se las evaluaron bien y alguna le lastimó el pulmón? Entonces empezamos a buscar a un neumólogo y lo vio el fin de semana.

El neumólogo, en vez de evaluar el problema pulmonar, hizo una evaluación general del estado del paciente, con las mismas observaciones que llevaba días escuchando del intensivista. Para eso no lo buscamos, señor neumólogo. Y además, para decirme esa tarde del 24 de enero, cuando me llamó, que la probabilidad de sobrevivir de mi esposo era del cinco por ciento, y esencialmente que no tenía intención de hacerle una laparoscopía pulmonar para revisar por dentro.

Señor neumólogo, usted cuando se convirtió en médico prestó un juramento. ¿Acaso ese juramento no aplica cuando un paciente tiene pocas posibilidades de salir adelante? Deberían quitarle su licencia.

La noche del 24 de enero pregunté al médico intensivista que cuándo podría ver a mi marido; me dijo que ya le había hecho la prueba de COVID, que había salido negativo y que podría verlo al día siguiente. Pero esa misma noche, la vida de mi esposo empezó a desvanecerse. El médico intensivista me llamó cerca de las 10:30 p.m. para decirme que el corazón de mi esposo estaba latiendo a una frecuencia muy baja, de apenas 40 pulsaciones por minuto, y que en cualquier momento podría fallecer. Le pregunté si podría hacer algo y me dijo que no, que tenía todas las medicinas, pero que no estaba respondiendo.

Esa noche la pasé en vela, esperando esa llamada que tanto temía. A las tres de la mañana me levanté y fui al baño de abajo a bañarme, para tratar de relajarme un poco, y así seguí hasta las 6 a.m. Pensé que por esa noche la había librado mi marido y que viviría al menos un día más, pero a las 6:40 llegó la llamada del médico para darme la terrible noticia, que mi esposo había fallecido 10 minutos antes. Quedamos de vernos a las 10 a.m. en el hospital.

Es triste que no se haya presentado en persona, señor doctor, como había quedado, pero así son las cosas.

Y así sin más, pierde la vida un hombre de 47 años que hasta entonces había gozado de una salud de hierro: triatleta de medio Ironman, un científico y programador extraordinario que apenas empezaba a recolectar los frutos de un arduo camino de varios años de esfuerzos, para sacar adelante su carrera profesional. Un padre y esposo ejemplares, protector y cariñoso como pocos. La siguiente vez que por fin vi a mi esposo fue esa tarde del 25 de enero, ya embalsamado y en la sala del velatorio El Ángel.

Mientras estaba ahí con él, viéndolo intensamente y aún sin poder creerlo, le salió una lágrima del ojo derecho, que resbaló lentamente por su sien… Amor mío, yo también siento un dolor indescriptible por perderte, un dolor que hasta hoy continúo sintiendo.

 

Atentamente,

Vanesa Magar.

Tijuana, B.C.

Correo: vanesamagar@gmail.com

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